Title: Marcela, o ¿a cuál de los tres?
Comedia original en tres actos
Author: Manuel Bretón de los Herreros
Release date: September 2, 2025 [eBook #76793]
Language: Spanish
Original publication: Madrid: Establecimiento tipográfico de E. Cuesta, 1881
Credits: Produced by Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/University of North Carolina at Chapel Hill.)
Nota de transcripción
p. 1
MARCELA
o
¿A CUÁL DE LOS TRES?
COMEDIA ORIGINAL EN TRES ACTOS
POR
DON MANUEL BRETÓN DE LOS HERREROS
Representada por primera vez en el teatro del Príncipe
el día 30 de Diciembre de 1831.
Esta comedia ha sido aprobada para su representación por la Junta
de censura de los teatros del Reino en 8 de Mayo de 1849.
QUINTA EDICIÓN
PRECIO: 8 REALES
MADRID:
ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO DE E. CUESTA,
Calle de la Cava-alta, núm. 5.
1881.
p. 2
PERSONAS | ACTORES |
Marcela | Doña Concepción Rodríguez. |
Don Timoteo | Don Antonio de Guzmán. |
Don Martín | Don Carlos Latorre. |
Don Amadeo | Don Pedro González Mate. |
Don Agapito | Don José Valero. |
Juliana | Doña Rafaela González. |
La escena es en Madrid, en una sala de la casa de Marcela.
Esta composición pertenece a la Galería Dramática que comprende los teatros moderno, antiguo, español y extranjero, y es propiedad de su editor, don Manuel Pedro Delgado, quien perseguirá ante la ley, para que se le apliquen las penas que marca la misma, al que sin su permiso la reimprima o represente en algún teatro del reino, o en los liceos y demás sociedades sostenidas por suscripción de los socios, con arreglo a la ley de propiedad intelectual de 10 de enero de 1879 y publicada en la Gaceta del 12 del propio mes y año.
p. 3
MARCELA, DON TIMOTEO, DON AGAPITO y JULIANA.
Don Timoteo y Juliana aparecen en el fondo disputando: Marcela y don Agapito más inmediatos al proscenio, sentados, haciendo aquella una petaca, y este un cordón.
Timoteo.
¡Si no quiero! ¿Hay tal porfía?
Mi habitación es sagrada.
Juliana.
¿No he de dar una escobada
donde hay tanta porquería?
Timoteo.
¿Qué importa? No lo consiento,
no lo sufro; y si te atreves...
Juliana.
Pero...
Timoteo.
En tus manos aleves
va a morir mi nacimiento.
A tal ruina, a tal estrago
ya no hay paciencia que baste.
Ayer rompiste o quebraste
mi Baltasar, mi rey mago.
Hoy con los zorros fatales
me has hecho trozos, añicos,
dos pastores con pellicos,
o si se quiere, zagales.
Juliana.
Pero señor...
Agapito.
Lindamente.
Primoroso va el tejido.
Timoteo.
Reniego de tu barrido.
Juliana.
(Entre dientes).
¡Vejestorio impertinente!
p. 4Timoteo.
¿Qué dices de vejestorio?
Juliana.
Yo...
Timoteo.
Mira que si me irrito...
¿Qué hace usted, don Agapito?
(Se acerca. Juliana arregla los muebles).
Agapito.
Nada: un cordón de abalorio.
Marcela.
Agapito es muy amable.
Agapito.
Sabe usted cuál se desvela
por complacer a Marcela
mi amistad inalterable.
Prosigo pues mi cordón
mientras ella se ejercita
en su petaca de pita.
Juliana.
(¡Qué enfadoso maricón!)
Timoteo.
Según parece, es de moda
esa labor o tarea
entre las damas, o sea...
¿Pero di, no te incomoda
esa mano de mortero
en la tuya delicada?
¡Qué moda tan desairada!
No llega al mes de febrero.
Marcela.
En algo se ha de pasar
el tiempo.
Agapito.
Esa bagatela
es del gusto de Marcela.
Marcela.
Mejor es eso que holgar.
Agapito.
Y yo diré en todas partes
que es obra muy singular,
y que la debe premiar
el Conservatorio de Artes.
Marcela.
Alabanza lisonjera,
digna de un joven tan fino
como usted.
Timoteo.
¡Oh! Mi vecino
sabe muy bien la manera,
el modo y forma de hacer
a una dama cumplimientos:
es decir...
p. 5Marcela.
(Se levanta y don Agapito también).
En sus acentos
es muy fácil conocer
su educación esmerada.
Timoteo.
¡Oh! Es un joven, un mancebo,
que puede decir, me atrevo
a afirmar... y nunca errada
me salió una profecía,
me atrevo a pronosticar
que le harán mucho lugar
las damas.
Marcela.
Su bizarría,
su trato afable y cortés,
su gusto para cantar,
su destreza en el bordar,
y la gracia de sus pies
cuando baila un rigodón,
son prendas que sin empeño
bastan para hacerle dueño
del más yerto corazón.
Agapito.
¡Oh, señora! ¡Qué rubor!
Me confunde usted. Ya veo...
Marcela.
Como lo digo lo creo.
Agapito.
(Ciega está por mí de amor).
Marcela.
Su contextura es endeble,
pero...
Agapito.
Sí, soy delicado.
Marcela.
Ya se ve; niño mimado...
Juliana.
(¡Que no conozca este mueble
que se están mofando de él!)
Marcela.
Mas la gordura, el color...
son de mal tono. ¡Qué horror!
No es de elegante doncel
presumir de pantorrillas
como un ganapán, un bruto.
¡Qué bello es un rostro enjuto
abismado en las patillas!
Ni sobre cuello macizo
arman bien los corbatines;
p. 6ni se pintan figurines
para un mancebo rollizo.
Rostro sano y carrilludo
propio es de gente ordinaria.
¡Qué feo al cantar un aria
o lanzando un estornudo!
¡Qué mal sobre alfombra turca
quien tiene recios jamones;
qué mal mueve los talones
para bailar la mazurca!
¿Qué vale la corpulencia?
El hombre alto, mocetón,
parece sauce llorón
cuando hace una reverencia.
¡Aunque escritores morales
viendo a un hombre encanijado
clamen: fatal resultado
de las costumbres actuales!
Puesto que el hombre no es bueno,
le prefiero chiquitín;
que en pequeño vaso, al fin,
no cabe mucho veneno.
De gigantesca figura
huye amor como del bu.
Vamos, valen un Perú
los hombres en miniatura.
Agapito.
¡Ah, que es celestial consuelo
el gustar a tal belleza!
Tome usted: tanta fineza
bien merece un caramelo.
Ah, también una pastilla
menos dulce que esa boca.
Juliana.
(¡Tonto! A risa me provoca.)
Agapito.
Tiene esencia de vainilla.
(A don Timoteo y a Juliana).
Vaya unos caramelitos.
Timoteo.
Gracias.
Agapito.
Son pura ambrosía.
Timoteo.
¿Y de qué confitería?
p. 7Agapito.
Calle de Majaderitos.
Marcela.
Como usted... es parroquiano,
le servirán...
Agapito.
De rodillas.
Ahí tiene usté; esas pastillas
son las que gasta el soprano.
Timoteo.
¡Eh! Yo os dejo ventilar,
discutir tan grave asunto.
Por mi parte, he dado punto
y me subo al palomar.
Allí me hechizo, me encanto,
y se me pasan las horas
muertas. ¡Son tan criadoras!...
Quiero decir, ¡ponen tanto!...
Yo no paro, no sosiego
hasta pasar mi revista.
Conque abur, hasta la vista;
hasta después; hasta luego.
MARCELA, DON AGAPITO y JULIANA.
Agapito.
¿Vuelve usted a su petaca?
Marcela.
No. La cabeza me duele.
Agapito.
Jaqueca. Quitarse suele
con parches de tacamaca.
¿Se los quiere usted poner?
Bueno será. En dos instantes
iré a casa de Collantes...
Marcela.
¿Para qué? No es menester.
En tomando el aire un poco...
Bajaremos al jardín.
Agapito.
(Ya triunfé de don Martín.
Mía es Marcela. ¡Estoy loco!)
El brazo.
(Se le da Marcela).
Juliana.
(Ya está tan hueco.)
Agapito.
La sombrilla. ¡Bravo, bravo!
(La toma de Juliana).
p. 8¿Allons? (Mi ventura alabo).
Marcela.
(Me divierte este muñeco).
JULIANA.
Juliana.
Sola estoy, y esta pereza...
Vamos, el viento del sur
me desalienta. Tenía
que arreglar el canezú
de la señorita; pero
para trabajar en tul
no estoy ahora. ¿Y qué haré?
¿Murmurar? El avestruz
de Juanillo no está en casa;
Bonifacio es un gandul;
la cocinera... ¡Ah! Gertrudis,
que ayer vino de Gallur,
y ahí en la casa de al lado
sirve a don Pedro Eguiluz...
Sí, sí. ¡Qué buena muchacha!
Y yo no la he dicho aún...
(Asomada a una ventana).
¡Paisana! ¡Gertrudis! ¡Hola!
Ya viene. Tal cual. ¿Y tú?—
(Se supone que la hablan desde otra ventana).
Me alegro. ¿Sí? Ganas poco;
yo cuatro duros y algún
regalillo, porque mi ama,
Dios la dé mucha salud,
es generosa y me quiere;
así tengo yo un baúl
que da gozo. Te aseguro
que mi eterna gratitud...
Su tío don Timoteo
es un pedazo de atún.
Cominero, impertinente...
¡Qué lástima de ataúd!
p. 9Tan plomo para explicarse,
que cuando dice según,
si detrás no va el conforme
no está contento. ¡Jesús!
Y luego me da una guerra
con su palomar, con su...
Vamos; bien dijo quien dijo
que el servir es mucha cruz.
Mi ama, como viuda y rica,
goza de su juventud;
¡oh!, pero con juicio, aunque esto
no es hoy día muy común.
No le faltan aspirantes;
pero ella, sea virtud,
sea orgullo, o lo que fuere,
no se ha decidido aún
por ninguno. Hay un poeta
que la mira de trasluz,
suspira, gime, se arroba,
y no pronuncia una Q.
Reverso de su medalla
es un compadre andaluz,
capitán de artillería,
que lo mismo es entrar, ¡prum!,
estalló la bomba. Aquella
no es boca, no, que es obús.
El tercero... ¡y cuál me aburre
su terca solicitud!
Es un fatuo, un botarate,
post-data de hombre; el non plus
del lechuguinismo; enclenque,
periquito entre ellas... ¡Puf!
¡Qué peste! Siempre moneando,
siempre cantando el Mai piú,
siempre hablando de piruetas,
y del solo, y de la pul...
Hombre que iría al Japón
por bailar un padedú;
y siempre con golosinas...
p. 10¡así esta él que no echa luz!
Y dale con si el peinado
ha de llevar marabús,
y si es color más de moda
el de hortensia que el azul:
si el corsé... Mas viene gente.
Ya nos veremos. Abur.
JULIANA y DON AMADEO
Amadeo.
Julianita, Dios te guarde.
Juliana.
¡Oh, señor don Amadeo!
Amadeo.
¿Y tu ama?
Juliana.
Salió a paseo.
Amadeo.
¡Que siempre venga yo tarde!
Juliana.
Ahí está don Timoteo.
Amadeo.
Mi corazón solo anhela
ver a la hermosa Marcela;
y no viéndola mi amor,
ese prosaico señor
me cansa, no me consuela.
Juliana.
Puede que lejos no esté...
Amadeo.
¿Quién?
Juliana.
Mi ama.
Amadeo.
Dímelo. Iré...
Juliana.
En cuatro saltos...
Amadeo.
Al fin,
¿no me dirás dónde fue?
Habla.
Juliana.
Ha bajado al jardín.
Amadeo.
¿Al jardín? Tú, según creo,
te burlas de un afligido.
No dijiste...
Juliana.
Que a paseo
salió. ¿Y en esto he mentido
al señor don Amadeo?
Amadeo.
No, mas tu chanza enfadosa
p. 11el tiempo me hace perder.
¡Oh, Marcela! ¡Oh, prenda hermosa!
Vuelo al jardín. ¡Oh, placer!
¿Hay suerte más venturosa?
Allí entre el verde arrayán
la diré mi tierno afán,
y que enamorado, muerto...
¿Está sola?
Juliana.
No por cierto,
que la acompaña un galán.
Amadeo.
¡Ah!
Juliana.
(Se quedó tamañito).
Amadeo.
¡Ingrata y fatal mujer!
Juliana.
¡Oh! No es tan grave delito.
Amadeo.
¿Y quién pudo merecer...?
Juliana.
El señor don Agapito.
Amadeo.
¿Don Agapito? Ese mono...
No le temo; le desprecio;
mas al pesar me abandono
al ver que me estorba un necio
dicha que tanto ambiciono.
Juliana.
Grande es sin duda el amor
que le inspira a usted mi ama.
Amadeo.
Sí; mas ni un solo favor
paga mi amorosa llama,
y moriré de dolor.
¿Quién al mirarla tan bella,
quién no se abrasa de amores,
quién no delira por ella?
Envidia tengo a las flores
que están besando su huella.
Envidia al aire sutil
que en torno juega, lascivo,
de su cabello gentil,
y al ruiseñor que festivo
la canta diosa de abril;
y a la fuente cristalina
que murmurando la llama,
y en la enramada vecina
p. 12envidia tengo a la grama
si en ella, ¡ay Dios!, se reclina.
Envidio al rojo clavel
que la ofrece su carmín;
envidio a todo el vergel...
y a don Agapito, en fin,
porque la acompaña en él.
Juliana.
¡Qué relación tan discreta,
y cómo huele a azahar,
a tomillo y a violeta!
Para eso de enamorar
no hay hombre como un poeta.
Bien haya su boca, amén,
que con elocuencia tal
pinta el favor y el desdén.
Ellos suelen sentir mal,
¡pero lo dicen tan bien!
Amadeo.
¡Ah!
Juliana.
Mas mi señora bella,
¿por qué cuando está presente
esos labios siempre sella?
¡Conmigo tan elocuente,
y tan cartujo con ella!
Declare usted su pasión,
porque mentales amores
ya de este siglo no son.
Amadeo.
Yo temo que sus rigores...
Juliana.
¡Eh! No es tan fiero el león.
Es preciso ser más franco.
Ser cobarde con las damas
es querer quedarse en blanco.
No se ande usted por las ramas.
Herrar o quitar el banco.
Amadeo.
A un desaire, lo confieso,
prefiero una enfermedad,
y aunque la amo con exceso...
Juliana.
¡Hola! Vence según eso
al amor la vanidad.
Amadeo.
Si Julianita quisiera,
p. 13pues tan tímido nací,
y es de mi bien camarera...
Juliana.
¿Qué?
Amadeo.
Sé tú mi medianera.
Juliana.
¡Yo!
Amadeo.
Declárate por mí.
Yo te ruego...
Juliana.
¡Bueno es esto!
Pues qué, ¿no tiene usted lengua?
O por ventura mi gesto...
Amadeo.
¡Oh! No lo tengas a mengua,
que mi amor es puro, honesto.
¡Ah! Si venzo sus desvíos...
Juliana.
En mi vida me he mezclado
en ajenos amoríos,
porque el tiempo me ha faltado
para ocuparme en los míos.
Pero en fin, por compasión,
aunque repruebo el oficio,
ofrezco mi intercesión.
Amadeo.
¡Oh dicha! A tal beneficio
no hay humano galardón.
Si fueses tú camarera
de las que andan por ahí,
dinero y joyas te diera;
mas veo prendas en ti
superiores a tu esfera.
Tu talento es sin igual,
y mi pluma no profano...
Sí, voy a escribirte ufano
el más lindo madrigal
que se ha escrito en castellano.
Juliana.
¡Pues! Dádiva de poeta.
¿Y con esa fruslería
me paga usted la estafeta?
Amadeo.
¡Oh! La dulce poesía...
Juliana.
Buen dinero es la gaceta.
Aunque tenga yo talento
y guste de madrigales,
p. 14perdone usted si no miento,
daría por veinte reales,
no un madrigal, sino ciento.
Yo agradeciera, no obstante,
tal honor, fineza tal,
¡oh caballero galante!,
si envuelto en el madrigal
me diera usted un diamante.
Amadeo.
¡Oh Pimpleas! No escuchéis
tan horrorosa blasfemia.
Huid, ¡oh musas!, ¿qué hacéis?,
y hasta Rusia no paréis,
aunque os coja la epidemia.
¡Que tú discreta te llames,
tú que en el alma cobijas
pensamientos tan infames!
Juliana.
Pues yo...
Amadeo.
Calla no me aflijas.
¡Oh auri, auri sacra fames!
(Da una moneda a Juliana).
Toma, pues dinero quieres,
y perteneces, mezquina,
al vulgo de las mujeres.
Mayor será la propina
si con celo me sirvieres;
ya que por raro portento,
cuando las musas están
en tan triste abatimiento,
no me pudro en un desván
descamisado y hambriento.
Toma; que la dulce lira
solo consagro a la hermosa
por quien el alma suspira,
no a fámula codiciosa
que solo tedio me inspira.—
¡Ah! Perdona. Loco estoy.
No te enojes.
Juliana.
Bagatela.
Tan quisquillosa no soy.
p. 15Amadeo.
Hazme dueño de Marcela
y cuanto quieras te doy.
Juliana.
¿No baja usted al jardín?
Amadeo.
No, que me siento con vena,
y quiero a mi serafín
hacer una cantilena.
Ábreme su camarín.
Juliana.
Vaya usted, que abierto está.
Amadeo.
(Distraído).
Voy, voy. La primera estrofa...
(Se retira gesticulando como quien compone versos).
Juliana.
La cabeza perderá,
y luego si una se mofa...
JULIANA y DON MARTÍN.
Martín.
¡Oh, Juliana! ¿Cómo va?
Juliana.
(Otro loco rematado).
Muy bien, señor don Martín.
Martín.
Mucho de verte me agrado.
Desde Cádiz a Pequín
no hay un cuerpo más salado.
Juliana.
Es favor que...
Martín.
No, mujer.
Y ese color..., ¡cosa rara!
Y el cutis... No hay más que ver.
Hoy has estrenado cara.
Juliana.
¡Yo!
Martín.
No es esa la de ayer.
A fe mía, Julianita,
si no me hubieran flechado
los ojos de la viudita...
¡Ah! Pero aún no he preguntado
por tu bella señorita.
¿Salió ya del tocador?—
¡Que un hombre de mi calibre
esté perdido de amor!—
Y ella independiente, libre,
p. 16fresca, tranquila... ¡Qué horror!—
¿Qué hace el viejo estrafalario?
¿Recompone el nacimiento,
o le echa alpiste al canario?—
Hoy pasó mi regimiento
revista de comisario.
La vida de un militar
es vida perra, Juliana.
Suena el clarín. ¡A montar!,
y por tarde y por mañana...
Es cosa de reventar.
Conque anda; sé diligente.
¿Puedo entrar? Pasa recado.—
El vecino encanijado
ahí estará. ¡Vaya un ente!
Ya me tiene estomagado.—
¿No respondes? Tú estás lela.
Juliana.
¡Si usted no me deja hablar!
Martín.
Vamos, ¿dónde está Marcela?
Juliana.
Ha bajado a pasear.
Martín.
¿Al Prado? ¿En la carretela?
Juliana.
No. Al jardín.
Martín.
¿Con el pelmazo
de su tío?
Juliana.
No señor.
Bajó...
Martín.
Terrible embarazo
es un viejo... ¡Ah! ven, primor:
te quiero dar un abrazo.
Juliana.
¡Eh! ¿Qué hace usted?
Martín.
No hay escape.
Vamos, si al fin ha de ser,
¿de qué sirve?... ¡Ay, mona!...
(Va a abrazarla, y Juliana, encogiendo el cuerpo, se le huye y le deja con los brazos abiertos).
Juliana.
¡Zape!
DON MARTÍN.
Martín.
Se escapó. ¿Cómo ha de ser?
Pero como yo la atrape...
Ea, vamos al jardín...
Mas ¿quién sube? ¡Hola! Es la viuda,
y el enfadoso arlequín
la acompaña; sí, no hay duda.
¡Formidable paladín!
MARCELA, DON MARTÍN y DON AGAPITO.
Marcela.
¿Usted por aquí, mi amigo?
Muy buenos días.
Martín.
Estoy
a los pies de usted, señora.
Agapito.
Saludo a usted...
Martín.
Servidor.
(Se sienta Marcela, y en seguida don Martín a la derecha y don Agapito a la izquierda).
Marcela.
Hoy hace un día admirable.
Agapito.
Casi, casi pica el sol.
Martín.
Se equivoca usted: no pica.
Agapito.
A mí sí.
Martín.
Pues a mí no.
Agapito.
Eso va en naturalezas.
(Don Martín habla al oído con Marcela).
Yo tengo una complexión...
Vaya una pastilla...
(Se la presenta).
Marcela.
(Aparte con don Martín).
Usted
se burla. Sé que no soy
ningún monstruo...
Agapito.
Una pastilla...
Marcela.
Pero el cielo no me dio
p. 18las gracias que usted pondera.
Martín.
Pues no es exageración.
Esos ojos, esa boca
son obra del mismo amor.
Modestia sin sosería,
gracia sin afectación...
Y luego habrá quien alabe
las bellezas de Moscú,
de París, de Filadelfia,
de Edimburgo, del Japón...
¡Eh! No hay nada comparable
con el gracejo español,
con ese garbo, ese brío...
En la boca de un cañón
me vea yo si... ¿Qué es eso?
(Tropieza con su brazo en el de don Agapito, que seguía ofreciéndole su pastilla).
Agapito.
Una pastilla...
Martín.
¡Eh! No soy
amigo de golosinas.
Agapito.
Suavizan mucho el pulmón.
Martín.
(Gritando).
Si yo lo tengo de hierro,
¿qué diablos?... ¡Pues como soy
que me gusta la fineza!
Agapito.
¿Las quiere usted de licor?
(Don Martín sigue hablando aparte con Marcela).
Aquí he de tener algunas
de marrasquino, de ron...
Marcela.
¡Dejaría usted de ser
andaluz! En fin, le doy
mil gracias por la lisonja.
Martín.
Lo digo de corazón.
Si no lo sintiera así,
no dude usted que...
Marcela.
Mejor.
Así lo agradezco más.
Tengo una satisfacción
en gustar a mis amigos.
Sabe usted cuán franca soy.
p. 19No me quiero parecer,
aquí para entre los dos,
a esas que arañan a un hombre
si las dicen una flor;
o bien frunciendo el hocico,
con amerengada voz,
clavando en tierra los ojos,
suelen responder: «Favor
que usted me hace.—¿Sí? ¿De veras?—
Para que lo crea yo.—
¡Eh! No diga usted esas cosas,
que me cubro de rubor.—
¡Oh, qué malos son los hombres!—
Vaya, calle usted por Dios...».
Y nunca saben salir
de este mismo diapasón.
Martín.
Nunca he gustado de tontas.
Agapito.
Algunas conozco yo
que, a fe mía...
Marcela.
El hombre fino,
de mundo, de educación,
es galante con las damas,
y, siempre que su pudor
no ofenda, si las requiebra
cumple con su obligación.
Porque eso de si el poplín
es más de moda que el gro;
si recibió más aplausos
el contralto que el tenor:
«¿Se divierte usted? ¿Estuvo
muy concurrido el salón?...»,
son estériles recursos,
por más que entre col y col
se suela mezclar un poco
de amable murmuración.
Agapito.
Ciertamente...
Marcela.
Ni a una dama
se la ha de hablar del Mogol,
de la guerra de los rusos,
p. 20de si vino el paquebot
de la Habana, de...
Martín.
A las bellas
se les debe hablar de amor.
Agapito.
Y cuando más, de algún baile,
de alguna...
Martín.
(A Marcela).
Prendado estoy
de ese carácter amable.
Agapito.
Marcelita... (Se acabó:
no me deja meter baza.
(Se levanta).
¿Hay hombre más hablador?).
MARCELA, DON MARTÍN, DON AMADEO y DON AGAPITO.
Amadeo.
(¡Eh! Ya acabé mi letrilla.
Jamás Apolo...) Señora...
Marcela.
Beso a usted la mano.
Martín.
¡Oh, primo!—
Pues señor, vuelvo a mi historia.
(Habla al oído con Marcela).
Amadeo.
(¡Ingrata! ¡Apenas me mira;
me saluda desdeñosa,
y habla con otro en secreto!
Yo no sé cómo soporta
tantos ultrajes mi amor).
(Se pasea. Don Agapito, aburrido, se pone a trabajar en su cordón).
Marcela.
¡Que siempre ha de estar de broma
este don Martín!
Agapito.
(A don Amadeo).
Amigo,
poco favorable sopla
el viento para nosotros.
Don Martín es quien la logra.
Mire usted qué amartelado,
qué ufano está... No me importa.
Yo sé bien que si Marcela
de algún galán se enamora,
p. 21será de mí, porque al cabo
y al fin, aunque no me toca
alabarme... ¡Ah, qué ocurrencia!
¿Por qué no hace usté unas coplas
satíricas contra ese hombre
que tanto nos encocora?
Amadeo.
No estoy para coplas.
Agapito.
Pero...
Amadeo.
Ni jamás contra personas
determinadas...
Agapito.
No le hace.
La venganza es muy sabrosa.
Pero ya se ve, no siempre
las deidades de Helicona...
¿Y que tiene usté entre manos
ahora?
Amadeo.
Nada. (¡Qué mosca
es el hombre!)
Agapito.
¿Algún soneto
a los desdenes de Flora?
¿Algún agudo epigrama?
¿O bien algunas estrofas?
Amadeo.
¡Hombre!...
Agapito.
¿O quizá algún poema
al céfiro y a la aurora?
Amadeo.
No pienso...
Agapito.
¿Alguna elegía?
¿Alguna oda? ¡Oh!, las odas...
Amadeo.
No señor. Voy a escribir,
no con tinta, con ponzoña,
una sátira sangrienta
contra hombrecillos de alcorza,
que solo tienen talento
para bailar la gavota;
que por un yerro de imprenta
son hombres y no son monas;
que huelen a majaderos
al través de tanto aroma;
que si España fuera Egipto,
p. 22pudieran pasar por momias;
que con su voz de falsete
los oídos me destrozan;
que con su extraña figura
siempre a risa me provocan;
que con sus gestos me pudren,
me empalagan con sus modas...
y en fin, con necias preguntas,
me fastidian, me sofocan.
Agapito.
Ya; pero eso ha de entenderse
con quien...
Marcela.
Doblemos la hoja,
don Martín, y guarde usted
para quien no le conozca
esas frases de cartilla.
Martín.
¿Y por qué ha de ser lisonja,
y no...?
Marcela.
¡Por Dios, don Martín!
Mire usted que no soy tonta.
Martín.
(Otra será su respuesta
cuando me declare en forma.)
Marcela.
Amigo don Amadeo,
¿teme usted que se le coman?
¿Cómo así, tan retirado?
Amadeo.
Quien de prudente blasona,
señorita, se retira
si conoce que incomoda.
Marcela.
¡A mí incomodarme usted!
Con decirlo me sonroja.
Don Martín me estaba hablando;
y como siempre es chistosa
su conversación...
Martín.
(Yo venzo.)
Marcela.
Me hacen gracia hasta las bolas
que suele ensartar.
Martín.
¡Marcela!
Marcela.
Yo le oigo como una boba.
Ni era cosa de dejarle
con la palabra en la boca.
p. 23Agapito.
¡Sí; fácil es!
Marcela.
Yo no gusto
de insípidas ceremonias,
y trato con confianza
a mis amigos. Ahora
soy de usted.
Amadeo.
(¡Oh dulces ojos!
¡Oh voz que el alma me roba!)
Marcelita...
Marcela.
¿Piensa usted
publicar alguna obra
de su ingenio?
Martín.
Mal hará,
si no es alguna espantosa
novela donde haya espectros,
y violencias y mazmorras,
y almas en pena, y suicidios...
y en fin, eso que está en boga.
Sobre todo, gran cartel,
con cada letra tan gorda,
y te haces hombre. Si aspiras
a merecer la corona
de escritor clásico, puro;
si cuidas más de la gloria
que del dinero, ¡ay de ti!,
ningún cristiano te compra.
Amadeo.
No me desvela el afán
de verme impreso. Es tan poca
la confianza que tengo
en mis versos...
Marcela.
Es muy propia
del verdadero saber
la modestia.
Amadeo.
Usted me honra.
(¡Oh bella!)
Marcela.
Mas yo, que soy
su amiga y admiradora,
y por usted me intereso
tanto...
p. 24Amadeo.
(¡Bien haya tu boca!)
Marcela.
Siento que versos tan lindos,
y que justamente elogian
sujetos de ciencia y gusto,
el público desconozca,
cuando hace gemir las prensas
tanta fementida copla.
Amadeo.
(¡Ah!...) La aprobación de usted
es mi más satisfactoria
recompensa.
Agapito.
(Estoy volado.)
Martín.
¿De qué valen las cien trompas
de la fama? Quien merece
la aprobación de una hermosa...
Cuando voy yo a la cabeza
de mi veterana tropa,
y agitando el abanico
con sonrisa encantadora,
alguna humana deidad
me saluda... vaya; es cosa
de perder el juicio.—Estando
mi escuadrón en Tarragona...
A propósito; hoy me ha escrito
el ayudante Mendoza.
(Se levanta Marcela y todos, menos don Agapito).
¡Qué buen muchacho! Se casa
por poderes en Daroca
con una... Don Agapito,
deje usted esa maniobra.
Qué diablo...
Agapito.
Sí; ya la dejo,
que no estoy de humor. Las borlas
para mañana.
(Se levanta).
MARCELA, DON AMADEO, DON MARTÍN, DON AGAPITO y DON TIMOTEO.
Timoteo.
¡Oh, señores!
Tanta dicha, tanta honra...
Martín.
¡Oh, amigo mío!
Timoteo.
Yo estaba
arriba con las palomas...
Amadeo.
¡Las tres!
(Va a tomar el sombrero, y lo mismo don Agapito y don Martín).
Timoteo.
¿Dónde van ustedes?
Alto ahí, que quiero que coman
con nosotros.
Amadeo.
Por mi parte...
Timoteo.
¡Cómo! Ninguno se oponga,
se resista a mi convite,
a mi obsequio.
(A la puerta).
Juan, la sopa.
Martín.
Pero...
Timoteo.
No hay pero que valga.
No somos gente tan sobria,
tan frugal, que nuestra mesa
se asuste por tres personas,
por tres convidados más
o menos.
Marcela.
Soy muy gustosa
en que ustedes me acompañen.
Martín.
Acepto, pues.
Timoteo.
Buena olla,
quiero decir, buen cocido
no ha de faltar; y unas ostras,
que no se comen mejores
en la fonda de Perona.
Amadeo.
Con mucho placer...
Agapito.
No es justo
despreciar...
p. 26Timoteo.
Sin ceremonia;
sin cumplimiento. No gusto
de etiquetas enfadosas.—
Ea; al comedor conmigo.—
¿Qué haces tú que no te apoyas
en un brazo?...
(Los tres se lo ofrecen, y Marcela toma el de don Agapito, que está más cerca).
¡Bravo! Adentro.
(Se lleva como a remolque a don Martín y a don Amadeo).
Martín.
Maldito goloso...
DON AGAPITO y MARCELA.
Agapito.
(¡Hola!
Me prefiere.) Marcelita,
si usted a mal no lo toma,
después de comer, quisiera...
Marcela.
¿Qué?
Agapito.
Hablar con usted a solas.
Marcela.
Muy bien. (¿Qué querrá decirme?)
Agapito.
(¡Qué de finezas me otorga!
Si digo yo que mi amor
navega con viento en popa.)
FIN DEL ACTO PRIMERO.
p. 27
MARCELA y JULIANA.
Juliana.
Pronto deja usted la mesa.
Marcela.
Ya han levantado el mantel:
no tienen por qué quejarse.
Les he servido el café,
y huyendo de los cigarros,
que maldiga Dios, amén,
aquí me vengo, Juliana.
Juliana.
Pero eso es mucha esquivez,
señorita. ¿Qué dirán
viendo que se aleja usted
tan pronto?
Marcela.
¿Qué han de decir?
Que preciándome de ser
amiga suya, los trato
con franqueza.
Juliana.
Eso está bien.
El señor don Timoteo,
que habla él solo más que diez,
en punto a conversación
sabrá suplir, bien lo sé,
la falta de su sobrina;
pero, a mi corto entender,
motivos más halagüeños
harán sensible y cruel
esa retirada.
p. 28Marcela.
¡Cómo!
Yo no te entiendo...
Juliana.
¡Pues qué!
¿Mi señorita no sabe
que el invencible poder
de sus ojos hechiceros
cautivos tiene a los tres?
Marcela.
¿Qué estás diciendo?
Juliana.
En verdad,
señora, no es menester
ser profeta para eso.
El amor luego se ve,
y en materias semejantes
es un lince la mujer.
Marcela.
Pues yo, que tal no he notado,
no lince, topo seré.
Juliana.
¿Disimula usted conmigo?
Eso, señora, es hacer
agravio a mi discreción.
¿O desea usted tal vez
que la regale el oído?
Marcela.
No por cierto. Pero ¿quién
te ha contado esas patrañas?
En nuestro trato, ¿qué ves
sino una amistad sencilla?...
Juliana.
Me gusta la sencillez.
Digo a usted que están prendados
de esos hechizos. Lo sé
de buena tinta.
Marcela.
Confieso
que muy galantes los tres
me suelen decir lisonjas,
que ni puedo reprender,
porque al fin las alabanzas
nunca se oyen con desdén,
ni les doy otro valor
que el debido al oropel
de cortesanas finezas.
Uno entre ellos suele ser
p. 29más pródigo de requiebros.
Juliana.
Don Martín, sin duda.
Marcela.
Pues;
pero yo le oigo, Juliana,
como quien oye llover,
porque es aquella cabeza
otra torre de Babel;
y tan pronto me enamora
diciendo que al rosicler
de la aurora dan envidia
mis ojos, y que el clavel
no es más rojo que mis labios,
y cosas de este jaez,
como me habla de un tordillo
que le envían de Jaén,
y del pienso, la parada,
la patrulla y el cuartel.
Juliana.
Pues crea usted...
Marcela.
Ahora dime:
¿no sería una sandez
el juzgarme yo querida,
solicitada por él?
Don Agapito me asedia,
y suele decir también
sus piropos; pero un hombre
que gasta todo su haber
en perfumes y en pastillas,
víctima de su corsé,
bailarín afeminado,
¿cómo es capaz de querer?
Resta el poeta, y tú sabes
que es la suma timidez
para con las damas. Puede
que por mí perdido esté
de amor; y aun suele mirarme
con melosa languidez;
pero mientras no se explique
mal le puedo comprender.
En fin, tiempo ha que me tratan
p. 30todos ellos. La viudez
me da cierta independencia;
mas, aunque a solas me ven,
de ninguno he recibido
hasta ahora ni papel,
ni declaración verbal
por donde pueda creer
que me aman. Los tres me estiman,
y no fuera yo cortés
si tan finas atenciones
me negase a agradecer.
Juliana.
Sin embargo, muchas veces,
mientras una no da pie,
callan los hombres, y... Vamos,
ya sabe usted que soy fiel.
Ese cuerpo ha dado a todos
flechazo, sí; yo doy fe.—
¿Cuál de los tres ha logrado
inspirar más interés...?
Marcela.
Vete, que don Agapito
quiere hablarme a solas.
Juliana.
¿Eh?
¿Qué tal?
Marcela.
Y aquí viene.
Juliana.
Pronto
le verá usted a sus pies,
tierno, rendido...
Marcela.
¡Bobada!
Algún nuevo balancé
querrá enseñarme, o quizá...
Juliana.
Ello presto se ha de ver.
Yo me voy. (Ya por el pronto
cayó en el anzuelo un pez.)
MARCELA y DON AGAPITO.
Agapito.
Ahora, bella Marcelita,
que no está aquí el artillero,
y sobre mesa el coplero
p. 31no sé si duerme o medita,
pues sola oírme ha querido
colmándome de bondades,
voy a usar de mi licencia.
Prepare usted el oído...
Marcela.
(Para escuchar necedades.
¡Paciencia!)
Agapito.
No es por vanidad; nací,
señora, con tal estrella,
que apenas hay una bella
que no delire por mí.
Yo las dejo suspirar,
y prendido en otra red,
las miro con menosprecio;
que a todas no puedo amar,
y mi alma...
Marcela.
Prosiga usted.
(¡Qué necio!)
Agapito.
Ya prosigo. El alma mía
sola usted ha cautivado,
y a la de usted se ha ligado
por secreta simpatía.
No es dura roca Marcela,
no es insensible diamante
al tierno amor que me inspira.
Sé que por mí se desvela;
me lo prueba a cada instante...
Marcela.
(Mentira.)
Permita usted...
Agapito.
Seré breve.
Pero sus ojos fatales
alientan a mis rivales,
y esta conducta es aleve.
Fijo yo en su corazón,
poco me debe afligir
algún amor transeúnte.
Marcela.
Pero ¿qué demostración...?
Agapito.
Déjeme usted concluir.
Marcela.
(¡Qué apunte!)
p. 32Agapito.
Si a solas está conmigo,
su sonrisa encantadora
me prueba... pues, como ahora
(Se sonríe Marcela),
que soy su más dulce amigo;
mas si viene el atronado
de don Martín... ¡fuego en él!
o el mustio don Amadeo,
hago yo siempre a su lado
un ridículo papel.
Marcela.
(Lo creo.)
Agapito.
Pretendo, pues, y ya es hora,
que ese labio lisonjero
ponga fin con un te quiero
al ansia que me devora.
(Viene don Amadeo, Marcela le sale al encuentro, y hablan aparte).
Entonces, si gloria tanta
que mi ventura completa
me disputa un temerario...
¡Calla! ¡Esta es buena! Me planta
para hablar con el poeta.
¡Canario!
MARCELA, DON AGAPITO y DON AMADEO.
Marcela.
(Aparte con don Amadeo).
No, no me lo niegue usted:
ocioso es que disimule.
¡Si Juliana me lo ha dicho!
Agapito.
(Merece quien esto sufre...
Pero no; estará picada,
y darme celos presume.)
Amadeo.
Estaba solo. Sentía
inspiraciones del numen,
y una letrilla amorosa
por pasatiempo compuse;
pero está tan incorrecta...
p. 33Agapito.
(Si me ve con pesadumbre,
logra su objeto.)
Marcela.
¿Qué importa?
No es razón que se sepulte
en el olvido. Veamos.
Amadeo.
Bien: con tal que no la escuche
don Agapito...
Marcela.
¿Y por qué?
Amadeo.
No temo a una mala nube
tanto como a un necio.
Agapito.
(¡Oh! Sí;
aunque se finge voluble,
ella me ama. Lleva a mal
que sin motivo la acuse...
Bien puedo yo ser su amante
sin exigir que renuncie
a tener amigos.)
Marcela.
Bien:
pues yo haré que desocupe
el puesto.—Don Agapito...
(Se acerca a él).
Agapito.
(¡Miren qué pronto sucumbe!)
Marcela.
Quisiera... Perdone usted.
Agapito.
(¿No digo?)
Marcela.
Mandar por dulces...
Agapito.
Aún he de tener pastillas
aquí... ¡mas son tan comunes!
¿Usted prefiere bombones,
no es cierto?
Marcela.
Lo que usted guste.
(Yo no los he de probar.)
Agapito.
No sé si en casa de Núñez
los habrá. Si no los tiene,
yo veré en Los Andaluces...
Marcela.
No; yo mandaré a Juanillo...
Agapito.
¡Qué! Si ese hombre es tan inútil...
Marcela.
Es verdad.—Bien; vaya usted:
mejor será.
Agapito.
Me confunde
tanta bondad. Voy volando.—
p. 34(Ya no es posible que dude
de su amor. Para que hiciera
tal distinción de ese fútil
poetilla, o del insigne
don Martín.—¡Ah! ¡Cuál me bulle
el corazón de alegría!
¡Digo a ustedes que se lucen,
señores míos!) Supongo
(A Marcela con misterio, y haciendo el interesante)
que...
Marcela.
Ya... (Riéndose).
Agapito.
Bien, bien; pero urge...
Marcela.
Sí...
Agapito.
(Muy satisfecho).
Basta, basta.—(Lo más
que resiste es hasta el lunes.)
DON AMADEO y MARCELA.
Marcela.
(¡Habrá títere más...!) Vamos;
ya nadie nos interrumpe.
Lea usted esa letrilla.
Amadeo.
Será fácil que me turbe.—
Léala usted, si merezco
tanta dicha, y me disculpe
la ruego mi libertad.
Marcela.
(Temblando está.)
Amadeo.
(Amor me ayude.)
Marcela.
(Lee).
«Letrilla a Laura».
Amadeo.
(No sangre;
hielo por mis venas cunde.)
Marcela.
(Lee).
«Mis ojos, que admiran
tu talle gentil,
a los tuyos piden
cadena feliz,
y ven en tus labios
las gracias reír,
p. 35contino te dicen
que muero por ti.
Si veo a tu mano,
que envidia el marfil,
del arpa divina
las cuerdas herir,
mi dulce embeleso,
mi gozo sin fin
te dicen, oh Laura,
que muero por ti.
Tú ves abrasado
mi pecho latir
desde que Amor me hiere
con dardo sutil.
Mis hondos gemidos,
mi llanto infeliz,
te dicen sin tregua
que muero por ti.
Erato desdeña
mi plectro regir,
si no es que te canto
gloria de Madrid,
y en versos que aspiran
a eterno buril,
oh Laura, te juro
que muero por ti.
Cautivo en tus ojos
me consumo así
cual roto y perdido
capullo de abril.
Tú me ves, oh Laura,
penando morir,
y quizá no sabes
que muero por ti.
Ya es vano el silencio.
Yo te adoro, sí.
Por ti me atormentan
mil penas y mil.
Si airada la tumba
p. 36me quieres abrir...
no ignores al menos
que muero por ti».
¡Oh qué preciosa canción!
(¿Seré yo esta Laura bella?)
Amadeo.
Si hay algún mérito en ella
es todo del corazón.
Marcela.
No se llame sin ventura
quien maneja así la lira;
ni la belleza que inspira
tanto amor, tanta ternura.
Amadeo.
¡Ah! Si...
Marcela.
Nombre imaginario,
Laura sin duda será,
que los poetas allá
tienen otro calendario.
Y la razón es muy llana:
¿quién en los versos tolera
a una Blasa, a una Sotera,
Jerónima o Sinforiana?
¿Y tanta es la perfección
de esa Laura? ¿Ha sido fiel
el poético pincel?
¿No ha habido exageración?
Amadeo.
(Con entusiasmo).
Es de las gracias modelo;
la formaron los amores;
sus ojos encantadores
robaron la luz al cielo;
flores nacen donde pisa...
Marcela.
(Remedándole).
Su dulce voz enajena,
y las almas encadena
con su hechicera sonrisa;
su boca es fragante rosa
de Chipre... o de Jericó.—
¿Piensa usted que no sé yo
cómo se pinta a una hermosa?
Amadeo.
(Se burla. No me declaro.)
Marcela.
(¿Tendrá Juliana razón?)
¿Pero quién en conclusión
p. 37es ese portento raro?
Amadeo.
No seré yo quien le nombre.
Marcela.
¿Es delito por ventura
el adorarla?
Amadeo.
Es locura.
Marcela.
¡Locura! ¿Eso dice un hombre?
¿Es de áspera condición?
Amadeo.
No, que su agrado enamora.
Marcela.
¿Es casada?
Amadeo.
No, señora.
Más honesta es mi pasión.
Marcela.
(Yo de mi duda saldré.)
¿Es amiga mía?
Amadeo.
Sí.
Marcela.
¿Vive muy lejos de aquí?
Amadeo.
No.
Marcela.
¿Quiere a otro?
Amadeo.
No sé.
Marcela.
¿Hoy la habrá usted visto?
Amadeo.
Ya.
Marcela.
¿Puso mala cara?
Amadeo.
No.
Marcela.
¿Le ha dado a usted celos?
Amadeo.
¡Oh!
Marcela.
¿Le ha hecho a usted preguntas?
Amadeo.
¡Ah!
Marcela.
¡Qué lacónico es usté!—
Vaya; tome su canción,
y a la primera ocasión...
Amadeo.
¡Ah! Ya es inútil.
Marcela.
¿Por qué?
Amadeo.
Porque su rigor me hiela.
Marcela.
Cualquiera de esto se halaga;
y si tanto amor no paga,
lo agradecerá...
Amadeo.
¡Marcela!
Marcela.
Tome usted sus versos.
Amadeo.
¡Oh!
Marcela.
¡Dale con tanto gemir!
p. 38Acabe usted de decir
que soy esa Laura yo.
Amadeo.
(Turbado).
¡Ah! Si... mi... la...
Marcela.
(Riéndose).
Si... mi... la...
¿Me enseña usted el solfeo?
Amadeo.
(Perdido soy. Bien lo veo.)
Marcela.
(Lástima y risa me da.)
Vaya; hable usted con franqueza,
monosílabo señor.
¿Soy yo causa de su amor?
Amadeo.
¡Oh desventura! ¡Oh flaqueza!
Marcela.
De nada me maravillo;
y...
Amadeo.
¡Dura fuerza del hado!
Marcela.
Vaya, hable usted, o me enfado.
Amadeo.
¡Ay, Marcela!
Marcela.
(¡Ay, tabardillo!)
Amadeo.
¿Conque al fin he de romper
mi silencio?
Marcela.
Sí; ya es hora.
Amadeo.
Pues la que mi pecho adora...
Marcela.
Ya no lo quiero saber.
Amadeo.
¡Ah!
(Se deja caer sobre una silla).
DON AMADEO, MARCELA y DON MARTÍN.
Martín.
Gracias al cielo doy,
que al fin ya libre me veo...
Marcela.
¿De quién?
Martín.
De don Timoteo.
Bufando de rabia estoy.
Marcela.
¿Pues cómo?...
Martín.
¡Malditos sean
sus sinónimos eternos!
Hay hombres de los infiernos
que cuando hablan aporrean.
No acabará en quince días,
p. 39a no hacerle yo acostar,
y torna a sus profecías;
y retorna al nacimiento...
¡Digo! ¡Pues tenía traza
de dejarme meter baza!
¡Oh, qué hablador tan sangriento!
Aquello era por demás.
¡Hija, qué nube! ¡Qué nube!
Intención mil veces tuve
de enviarle a Satanás.
No lo puedo resistir;
me desesperan, me endiablan
esos que hablan, y hablan, y hablan
sin respirar ni escupir.
Sirve en mi cuerpo un alférez
que es hablador furibundo,
y se llama don Facundo
Valentín Pérez y Pérez.
No hay poder hablar con él.
¡Sí, sí, facilito es eso!
En soltando la sin hueso
a ninguno da cuartel.
Un día se puso a hablar
conmigo: yo le quería
interrumpir. ¡Bobería!
Sintió que iba a estornudar.
En tan crítico momento
¿qué hacer? La boca me tapa,
el estornudo se escapa,
y prosigue con su cuento.
¡Digo! Esto es ser hablador.
Pues con tanta algarabía,
por cartujo pasaría
al lado de ese señor.
Es mucha, mucha crueldad.
¡Válgame Dios, qué carcoma!...
No lo tome usted a broma:
eso es una enfermedad.
Vamos; aún me dan sudores.
p. 40¡Qué suplicio! ¡Qué agonía!
¡Jesús! ¡Mala pulmonía
en todos los habladores!
Marcela.
Cuenta con la maldición.
Martín.
Pues qué, ¿me puede alcanzar?
Marcela.
No; a usted no, que es para hablar
la suma moderación;
mas, ¡oh prodigio admirable!
En el próximo aposento,
a usted le ha dado tormento
un hablador perdurable.
Pues véame usted; yo sudo
de fatiga y de pesar,
porque acabo de lidiar
con un sempiterno mudo.
Martín.
¡Mudo! ¿Y quién...?
Amadeo.
¡Ábrete, abismo!
Martín.
¡Calla! ¿No es mi primo aquel?—
Diga usted, Marcela: ¿es él
ese mudo?
Amadeo.
¡Ay Dios!
Marcela.
El mismo.—
Nunca gusté de llorones.
¿Dónde hay cosa más molesta
que oír solo por respuesta
suspiros e interjecciones?
Martín.
¿Pero cuál es tu quebranto?
Amigos somos los dos.
Habla; di...
Amadeo.
¡Pluguiera a Dios
que no hubiese hablado tanto!
Marcela.
Amor le saca de tino;
mas no sé quién le avasalla.
Si se lo pregunto, calla;
solloza si lo adivino.
Y por cierto que hace mal,
y procede como necio;
que de sensible me precio,
si no de sentimental.
p. 41Siento los males ajenos;
soy su amiga verdadera;
y satisfacer debiera
mi curiosidad al menos.
Pero si tanto le halaga
dentro del pecho su pena,
guárdesela enhorabuena,
y buen provecho le haga.
Amadeo.
Yo...
Martín.
¡Quita allá, que eso es mengua!
¡Nada! A salir del barranco.—
A bien que yo soy más franco:
no me morderé la lengua.
Yo no soy nada hablador,
que de prudente me paso;
pero cuando viene al caso
hablo más que un sangrador.
Precisamente deseo
ahora más que nunca hablar:
¡tal dieta me ha hecho pasar
el señor don Timoteo!
Ya que usted me da licencia,
y puesto que el Dios vendado
al más lego, al más callado
da facundia y elocuencia,
basta, basta de tormento;
salga del pecho mi afán,
que estoy hecho un alquitrán,
y si no canto, reviento.
No hay que dudar de mi fe,
porque Dios me hizo soldado,
que Aquiles fue enamorado,
y Marte mismo lo fue.
No sirve contra Cupido
el vestir férrea coraza,
que cual si fuera de estraza
la taladra el fementido.
Harto he mostrado a mi dama
celebrando su belleza,
p. 42la intensidad, la fiereza
de esta pasión que me inflama.
Ni Amadís, ni Beltenebros,
ni cuantos de amor bramaron,
a sus bellas regalaron
tantos, tan dulces requiebros;
mas temiendo sus enojos,
admiro mi cobardía,
no la he dicho todavía:
«Muerto me tienen tus ojos».
Mis intenciones son rectas:
bien lo puede conocer;
pero está visto, es mujer
que no entiende de indirectas.
Yo con mi amor no la ultrajo,
porque al fin soy caballero.
Pues pecho al agua. ¿Qué espero?
Echemos por el atajo.
Marcela.
(¡Oh, qué exordio impertinente!)
Martín.
¿Qué dice usted?
Marcela.
Nada digo.
Prosiga usted.
Amadeo.
¡Ah!
Martín.
Prosigo,
que ya he soltado el torrente.
Hay mujeres cuyo oficio
es barrenar corazones,
y con dulces ilusiones
sacar a un hombre de quicio.
Mujeres que a su pesar
son imán de los placeres;
y en fin, señora, mujeres
que es forzoso idolatrar.
Graciosas, discretas, bellas,
y apacibles como el cielo,
¿cuál es el hombre de hielo
que no suspira por ellas?
Una entre todas domina,
como suele en los collados
p. 43entre tomillos menguados
descollar gigante encina.
Por ella estoy con el Credo
en la boca; y no, no es chanza,
si no cumple mi esperanza
dará conmigo en Toledo.
Si el hombre más insensible
la adora mal de su grado,
¿qué haré yo, desventurado?
¡Yo, que soy tan combustible!
Pues ese dulce martirio;
esa deidad de la tierra,
que me mueve tanta guerra,
que me infunde tal delirio;
ese apetecido bien;
esa suspirada aurora;
ese prodigio...
DON MARTÍN, MARCELA, DON AMADEO y JULIANA que llega corriendo.
Juliana.
¡Señora!
Martín.
Maldita seas, amén.
Juliana.
Venga usted, que hay novedad.—
Yo estoy loca.
Marcela.
¿Qué ha ocurrido?
Juliana.
Que Clitemnestra ha parido
con toda felicidad.
Martín.
¡Clitemnestra!
Juliana.
¡Pobrecita!
Marcela.
¡Oh, qué gozo! ¿Y cuántos?
Juliana.
Tres.
Martín.
¿Se puede saber quién es?...
Juliana.
¿Quién ha de ser? La gatita.—
Venga usted: el uno es negro;
otro tiene un collarín...
Marcela.
Perdone usted, don Martín.—
(Se va corriendo).
Vamos, vamos.
DON AMADEO y DON MARTÍN.
Martín.
¡Pues me alegro!
¡Oh, mujer aleve, ingrata!
¡Con la palabra en la boca
me deja como una loca
porque ha parido la gata!
Amadeo.
¡Oh cielo!
Martín.
¡Tratarme así!
¡Si lo veo y no lo creo!—
¿Qué dices de esto, Amadeo?
Responde.
Amadeo.
¡Triste de mí!
Martín.
¡Quedamos lindas figuras
para adornar un retablo!
Amadeo.
¡Ay!
Martín.
Jeremías del diablo,
ya la paciencia me apuras.
¿De qué te quejas, maldito?
Amadeo.
De mi desdicha.
Martín.
Si es tanta,
mala angina en tu garganta,
pon en las nubes el grito;
desahoga el corazón;
truena, y no con esa calma
te estés repudriendo el alma
con tanta lamentación.
En el café mucho hablar.
Vaya; ¿quién te pone tasa?
Y en entrando en esta casa
solo sabes suspirar.
(Le hace levantar).
Levanta; deja de hacer
en ese rincón el búho,
y reneguemos a dúo
de esa funesta mujer.
Toma parte en mi rabieta,
p. 45y pues tanto me ultrajó,
llámala tú, como yo,
frívola, falsa, veleta.
Por mucho que tú te asombres
de su garbo sin segundo,
di que Dios la ha echado al mundo
para acabar con los hombres.
Di conmigo, pues me mata:
«Mujer inicua y sin fe,
permita Dios que te dé
veinte arañazos la gata».
Amadeo.
No la haré yo tal agravio;
no tomaré tal venganza.
Solo para su alabanza
osaré mover el labio.
Mientras con saña importuna
te quejas de su desvío,
yo la pondré, primo mío,
en los cuernos de la luna.
Diré que eclipsa la gloria
de Cleopatra, de Lucrecia,
y de aquella que en la Grecia
dejó perpetua memoria.
Diré que es, cual otro Edén,
aquel rostro afable, hermoso.
Diré que es grato y sabroso
hasta su mismo desdén.
Con tierna solicitud,
si tanto puede mi acento,
encomiaré su talento,
ensalzaré su virtud.
Diré que es dulce, sencilla,
cuerda, apacible, donosa;
y diré en verso y en prosa
que es la octava maravilla.
Martín.
¡Qué fuego! ¡Qué ponderar!
Estoy de oírte pasmado.
O la viuda te ha flechado,
o yo no sé qué pensar.
p. 46Amadeo.
¡Ah! Sí; mi pecho la adora,
y en él su imagen grabada...
Martín.
¡Mire usted con qué embajada
me sale el primito ahora!
Yo bien decía entre mí:
este pisó mala yerba;
pero es tanta tu reserva...
Nunca obsequiarla te vi...
Yo atendía a otro negocio,
y con mi afán no advertía...
Pues escucha: juraría
que tenemos otro socio.
Amadeo.
¡Otro! ¿Y quién?
Martín.
Don Agapito.
Amadeo.
Sí, pero en vano porfía.
Martín.
Querer a ese hombre sería
imperdonable delito;
bien lo conozco. No obstante,
como amor todo es chiripas...
Amadeo.
¡Qué! ¡Si da dolor de tripas
solo el mirar su semblante!
Menospreciarle debemos,
porque a un bicho tan cuitado
le honraría demasiado...
Martín.
Calla, que aquí lo tenemos.
DON MARTÍN, DON AMADEO y DON AGAPITO con un cucurucho de dulces.
Agapito.
Todo Madrid he corrido
por traer de los mejores,
hasta que al fin..., ¡oh, señores!
¿Y Marcela? ¿Dónde ha ido?
(Don Martín y don Amadeo rodean a don Agapito y le hablan con mucho misterio).
Martín.
A una solemne función.
Agapito.
¿A estas horas? No sospecho...
Amadeo.
Está postrada en su lecho...
p. 47la viuda de Agamenón.
Agapito.
¡Eh, señores! Esa chanza...
Martín.
No es ilusión.
Amadeo.
¡Oh maldad!
¡Oh perfidia!
Martín.
¡Oh liviandad,
que está clamando venganza!
Agapito.
Vaya, basta de tramoya,
que es para aspar a cualquiera...
Martín.
¡Oh Atrida! ¡Más te valiera
haber fenecido en Troya!
Agapito.
Pues digo que es buen humor...
Amadeo.
¡Ay, señor don Agapito.
tres de una vez! ¡Oh delito!
Martín.
¡Y el uno es negro! ¡¡Qué horror!!
Agapito.
Véame yo confundido
si entiendo un solo vocablo.
Amadeo.
¡Silencio!
Agapito.
Pero ¿qué diablo...?
Martín.
¡Chist!... Clitemnestra ha parido.
Agapito.
¿Clitemnestra? Por mi abuela...
Martín.
¿Quiere usted que lo repita?
Agapito.
(Dando palmadas).
¡Ah! ya entiendo. La gatita,
la gatita de Marcela.
Por vida... Me alegro mucho.
Voy corriendo; Voy a ver...
(Despidiéndose).
Señores...
Martín.
¿Puedo saber
qué encierra ese cucurucho?
Agapito.
Son bombones, capuchinas,
almendras garapiñadas,
yemas acarameladas
y pastillas superfinas.
¿Gusta usted, don Amadeo?
¿Y usted...?
Martín.
La ventura alabo
de don Agapito. ¡Bravo!
Ya hay dulces para el bateo.
Corra usted...
p. 48Amadeo.
Corra usted; sí.
Mi enhorabuena le doy.
Martín.
Cuidarla mucho.
Agapito.
Voy, voy.—
El negrito para mí.
DON MARTÍN y DON AMADEO.
Martín.
¿Has visto, primo, en tu vida
más ridículo animal?
Amadeo.
Ya se iba amoscando un poco.
Martín.
¡Oh! Y si él se enoja, es capaz...
de caerse muerto.—Pero
dejémosle acariciar
a su Clitemnestra, y vamos
a otra cosa más formal.
¿Conque amas a la viudita?
Amadeo.
¿Y quién, oh primo, verá
tantas gracias en su rostro
y en su cuerpo celestial
sin sentir dentro del pecho
un amoroso volcán?
Martín.
A mí también me ha gustado
más de lo que es regular;
y, por cierto, no esperaba
que fueses tú mi rival.
Yo creí que satisfecho
con merecer su amistad,
no aspirabas a la dulce
coyunda matrimonial.
Amadeo.
Tampoco yo esperaba
que fueses tú su galán.
Martín.
¡Poeta y amar de veras,
es cosa particular!
Amadeo.
¿Y qué diremos de ti,
andaluz y capitán?
Martín.
Como que iba yo a pedirte
me hicieses un madrigal
p. 49para pintar a Marcela
mi dulce cautividad.
Amadeo.
Yo me iba a valer de ti
para decirla mi afán.
Martín.
Pues querernos a los dos
no es posible.
Amadeo.
Claro está.
Martín.
Dejarla es duro; matarnos
sería una necedad.
¿Qué haremos?
Amadeo.
Querido primo,
ya sabes tú cuán fatal
soy en amores. La adoro.
Solo la tumba podrá
de mi triste corazón
la activa llama apagar;
mas sea que no merezco
tan peregrina beldad,
sea que con tantos ayes
la he llegado a fastidiar,
bien conozco que Marcela
no será mía jamás.
Tú sabes mejor que yo
la ciencia de enamorar.
Yo soy tímido en extremo;
tú eres en extremo audaz;
a mí no me da esperanzas;
acaso a ti te las da.—
Yo te cedo su conquista:
sí, Martín; y de este umbral
apartado para siempre,
triste, desvalido, ¡ay!,
lloraré mi desventura
en amarga soledad.
Martín.
¡Ah, ah!... Déjame reír.
Amadeo.
¿Conque estoy para expirar,
y te ríes?
Martín.
No hay cuidado:
pronto te consolarás,
p. 50que amores inconsolables
no son fruta de esta edad.
Amadeo.
¡Cómo! ¿Tú dudas, Martín,
de mi amor?...
Martín.
No dudo tal;
pero hablemos con franqueza,
pues nos conocemos ya.
Hoy por Marcela suspiras;
mañana suspirarás
por otra.
Amadeo.
Yo soy sensible;
yo no vivo sin amar.
Martín.
Pues por eso mismo es fácil
que rinda tu voluntad
otra Filis u otra Laura,
amartelado zagal.
Tres damas te he conocido
desde el día de San Juan.
La cuarta es Marcela.—Vamos,
dime ahora la verdad:
¿no te atreves con la quinta?
¿No hay en tu pecho lugar
para hospedarla? ¡Qué diablos!
Aunque sea en el zaguán.
Amadeo.
Aún me harás reír, Martín,
y eso es una iniquidad.
Martín.
Yo también amo a Marcela;
pero amo a lo militar;
reservándome algún tanto
de juicio y de libertad,
por si hay que volver las grupas
hacia el cuartel general.
Cuando la veo, me inflamo,
pierdo la chaveta, y más
si esgrime aquellos ojos
que tanta guerra me dan.
Confieso que si lograra
su mano, fuera el mortal
más dichoso, pero, amigo,
p. 51no me dejará enterrar
como amante de novela
si calabazas me da.
Amadeo.
Pero en suma, ¿qué partido
tomaremos?
Martín.
Declarar
formalmente nuestro amor
a la viuda, y cada cual
ver cómo puede rendirla.
No es mucha temeridad,
que ella nos anima a todos
con su carácter jovial.
Manos a la obra, Amadeo.
¡Al grano!, que lo demás
es perder tiempo. Al que venza,
su fortuna le valdrá,
y el que quedare vencido
ceda el campo a su rival.
Amadeo.
Pues lo quieres, me conformo.
Martín.
Entre tanto, dame acá
esos cinco. Siempre amigos.
Amadeo.
Siempre amigos.—Y del tal
don Agapito, ¿qué hacemos?
Martín.
Declararle sin piedad
la guerra; mortificarle,
perseguirle y no parar
hasta echarle de esta casa;
que aunque él es moro de paz,
y no puede desbancarnos,
semejante orangután,
sin embargo, será útil...
Amadeo.
¿Para qué?
Martín.
Para estorbar.
Sígueme; vamos a casa,
y dispondremos el plan
de ataque. (Mucho me engaño,
o la hago capitular).
FIN DEL ACTO SEGUNDO.
p. 52
DON TIMOTEO y MARCELA.
Timoteo.
Pues hemos quedado solos,
ven; sentémonos aquí,
sobrinita.
Marcela.
Está muy bien.
(Se sientan).
¿Qué me quiere usted decir?
Timoteo.
Muerto, o difunto, tres años
hará el día de San Luis,
tu marido, tu consorte,
tu esposo don Valentín;
eres viuda, pero viuda
todavía en el abril;
quiero decir, en la flor
de tus años. ¿No es así?
Marcela.
Cierto. (¿A dónde irá a parar?)
Timoteo.
Aunque en edad juvenil,
por tu estado, tu talento,
tu independencia, y en fin,
porque te dan tus haciendas
una renta de dos mil
y quinientos pesos fuertes,
que hoy día es un Potosí,
eres hábil, apta, idónea,
según el fuero civil;
digamos, según las leyes
y costumbres del país,
p. 53para hacer lo que te agrade
de tu persona gentil.
Marcela.
Pero...
Timoteo.
Sentado y supuesto
que tienes maravedís,
esto es, dinero, caudal
para poder subsistir...
Digamos...
Marcela.
Al grano, tío.
Timoteo.
Aunque no es tampoco ruin,
o, si se quiere, mezquina,
cicatera, baladí
mi fortuna, pues poseo,
gozo y disfruto en Madrid
seis mil ducados anuales,
que no es un grano de anís,
no te hago ninguna falta;
no necesitas de mí.
Pero apenas cinco lustros
acabas tú de cumplir,
o sean veinte y cinco años;
y supuesto que en monjil
no se han de trocar tus galas;
y, si no quieres mentir,
una voz dentro del pecho
a nueva amorosa lid
te está brindando; Marcela,
sobrina, por San Dionís,
al yugo del himeneo
vuelve a humillar tu cerviz.
Cásate, y antes que muera,
antes que llegue al confín,
al término de mi vida,
que ya la tengo en un tris,
véame yo en tus hijuelos
renacer, reproducir,
ya que no pueda en los míos,
por culpa de mi Beatriz,
que en gloria descanse, aunque ella
p. 54me echaba la culpa a mí.
Marcela.
Aún no soy tan vieja, tío,
que me tenga sin dormir
el ansia de pronunciar
en los altares un sí.
Doy por sentado que el hombre,
lo mismo aquí que en París,
es de la mujer apoyo,
como el olmo de la vid;
pero aunque tanta viudez
ya me empezase a aburrir,
porque insensible no soy
cual figura de tapiz,
eso de casarse, tío,
no se hace así como así.
¿He de pregonar mi mano
a son de caja y clarín?
Timoteo.
No digo tal; Dios me libre
de pensamiento tan vil,
¡porque vale más tu mano
que el imperio marroquí!
Quédese para las feas
el descaro y el ardid,
o sea... ¡Cuántos habrá
que suspiren entre sí,
quiero decir, en silencio,
por enlazar, por unir
su destino con el tuyo!
Ahí tienes a don Martín,
al capitán, que delira,
bebe los vientos por ti.
Marcela.
¿De veras?
Timoteo.
Sí, me lo dijo
sobre mesa, y no en latín,
porque, como al fin, criado
en la orilla del Genil,
tiene un desparpajo... Y vaya;
que no es cosa de escupir,
de menospreciar... Treinta años;
p. 55hombre fuerte, varonil;
capitán de artillería,
con haciendas en Coín,
y en Loja, y en Antequera;
noble como el mismo Cid;
franco, alegre... Para esposo,
vamos, no hay más que pedir.—
¡Ah, picaruela! ¿Te ríes?
Él se ha valido de mí...
Marcela.
Pero...
Timoteo.
Entiendo. Tu modestia,
tu rubor... ¡Oh, qué sutil,
qué sagaz soy yo, qué fino
para esto de descubrir,
adivinar, sorprender
un secreto femenil!
Esto es hecho. Ahora a tus solas...
Adiós, me voy al jardín.
Echaré pan a los peces
y subiré perejil
para mañana. ¡Qué boda!
¡Qué brillante porvenir!
Serás muy afortunada,
muy dichosa, muy feliz.
MARCELA.
Marcela.
¡Pues! Porque ve que me río,
ya se va tan satisfecho;
ya presume que mi pecho...
¡Qué original es mi tío!
Sensible soy como todas;
no me pienso emparedar,
pero me pongo a temblar
con solo hablarme de bodas.
Me hallo bien con mi reposo,
con mi dulce libertad,
p. 56y temo hallar en verdad
un tirano en un esposo.
Mas si al fin, como mujer,
me es forzoso sucumbir,
ya que yo lo he de sufrir,
yo me lo quiero escoger.
MARCELA y JULIANA.
Juliana.
¡Buenas nuevas! El criado
de don Agapito ahora
me acaba de dar, señora,
este billete cerrado.
Marcela.
¿Y a quién dirige esa esquela
el señor don Agapito?
Juliana.
Lea usted el sobrescrito.
Marcela.
(Toma el billete, y lee el sobre).
«Para la hermosa Marcela».—
Extraño, por vida mía,
que un papel quiera enviarme
un hombre que pueda hablarme
a cualquier hora del día.
Juliana.
Faltándole atrevimiento
para hablar, la cosa es clara,
en ese papel declara
su amoroso pensamiento;
pues, por mucho que presuma
de la victoria, es constante
que maneja todo amante
mejor que el labio la pluma.
Sí; carta es de amor.
Marcela.
Lo creo,
porque me dijo no ha mucho...
Juliana.
Ya con impaciencia escucho.
Abra usted, pues.
Marcela.
Abro y leo.
«Adorable y adorada Marcelina: Unidosp. 57 nuestros corazones por los ocultos resortes de mágica armonía, como los sones del trombón se acuerdan con los ecos del violín cuando marcan los compases de una contradanza con melodiosa cadencia...»
¡Buen principio! Esto promete.
Me pasma tanta elocuencia.
Juliana.
Con melodiosa cadencia...
Vale un mundo ese billete.
Marcela.
«Días ha que nuestros ojos son los únicos intérpretes de nuestra recíproca ternura; pero ha tomado tal incremento la mía, que ya no la puedo contener en los límites de mi silencio, aunque expresivo y elocuente. Un poeta misántropo y calenturiento; un militar atolondrado y hablador, la bloquean a usted, y, envidiosos de mi ventura, parece que se empeñan en secuestrar mis amores. Declaro, pues, por escrito, desesperado de poderlo hacer de palabra, que mi gusto por la danza, mi pasión por la moda, mi fanatismo por las sedentarias e inocentes labores del bello sexo, a que usted pertenece, y con el cual aspiro a identificarme, y últimamente, mi afición a las pastillas de coco y a los merengues, no embelesan tanto mis sentidos como una sola mirada de la interesante Marcela. Arda, pues, para nosotros la antorcha de Himeneo, y envidien todos los elegantes de Madrid al derretido y amartelado
Agapito Cabriola y Bizcochea».
Juliana.
¡Oh, qué melifluo papel!
Marcela.
Su lectura causa tedio.
¡Qué novio para un remedio!
Juliana.
Pues calabazas en él.
Marcela.
Me enfada su presunción
y su descaro inaudito.
¿Cuándo el tal don Agapito
conquistó mi corazón?
Si a mi despecho tal vez
p. 58sus visitas he sufrido,
porque mi paciencia ha sido
mayor que su estupidez;
si su necia petulancia
me ha dictado con razón
algún elogio burlón
que ha convertido en sustancia;
si, como hago con cualquiera
por no poderlo evitar,
mi mano le suelo dar
al subir una escalera;
si sufro, por no hacer dengues
sobre lo que nada vale,
que alguna vez me regale
caramelos y merengues,
no le autorizo por esto
a tan extraña osadía,
ni mi amor jamás pondría
en hombre tan indigesto.
Juliana.
¡Uf! Me da dolor de muelas;
de mirarle me empalago.
Dele usted carta de pago,
y vaya a las Covachuelas.
Marcela.
No pasará de esta noche,
puesto que a tanto se atreve.
Ya que el demonio me lleve,
quiero que me lleve en coche.
Juliana.
¿Y qué le digo al criado
que espera contestación?
Marcela.
Le dirás que a la oración...
(Suena una campanilla).
Anda a ver quien ha llamado.
MARCELA.
Marcela.
¡Pues estará poco ufano
con mi pretendido amor!
p. 59¿Yo esposa suya? ¡Qué horror!
Antes cortarme la mano.
Yo le haré con mis desprecios...
¡Señor, que no ha de poder
ser amable una mujer
sin que la persigan necios!
MARCELA y JULIANA.
Juliana.
Señorita, ¡gran correo!
Dos cartas más. ¡Qué fortuna!
Don Martín manda la una,
la otra don Amadeo.
También esperan respuesta
los criados de los dos.
Marcela.
Dame, dame.—Santo Dios,
¿qué conspiración es esta?
Juliana.
¡Bueno! ¿Qué hace usted con tres
declaraciones ahora?
Marcela.
Leamos.—«A mi señora
doña Marcela Cortés».
Juliana.
(La veo en terrible aprieto.—
¿Quién se llevará la torta?)
Marcela.
Esta a lo menos es corta.
«A Marcelita: soneto.—
Si digno fuera de tu ansiada mano
quien más rendido tu belleza adora,
pronto luciera la benigna aurora,
término a tu desdén, que lloro en vano.
Mas ¡ay!, jamás logró poder humano
dar leyes al amor; jamás, señora,
que, a poderlas dictar, mi pecho ahora
se holgara de romper su yugo insano.
No con dulce esperar me lisonjeo:
solo te pido en premio a mi ternura,
el fatal desengaño que preveo:
p. 60Bien como en cárcel hórrida y oscura
solía un tiempo el inocente reo
la muerte preferir a la tortura.
Amadeo Tristán del Valle».
Juliana.
A ese no habrá quien le tilde
de vano y de presumido.
¡Qué modesto, qué rendido,
qué respetuoso, qué humilde!
Marcela.
Si es cierto amor tan extraño,
yo estoy muy comprometida,
porque va a perder la vida
si le doy un desengaño.
Juliana.
Pero es tan bello sujeto,
tan amable... Bien merece...
(Buena señal, que enmudece.)
Marcela.
Mucho me agrada el soneto.
Juliana.
Por fuerza ha de ser muy fiel
quien tales sonetos fragua.
¡Eh, señora! Pecho al agua.
Decídase usted por él.
Marcela.
No es imposible que sienta
lo que me dice.
Juliana.
Pues ya.
Marcela.
Pero el soneto quizá
se ha escrito para cuarenta.
Juliana.
Con tal marido, yo espero...
Marcela.
Después de la bendición,
suele volverse león
el más tímido cordero.
Juliana.
Mi corazón se conmueve,
y a ser la cosa conmigo...
Marcela.
Confieso que es el amigo
que más aprecio me debe;
mas casarme...
Juliana.
Voto a San...
Si no nos aventuramos,
señora mía...
p. 61Marcela.
(Después de un momento de reflexión).
Leamos
la carta del capitán.—
«Amable Marcelita: Esta tarde me hubiera declarado verbalmente, a no habérmelo impedido el parto de Clitemnestra. Me dejó usted plantado por una gata...».
Aunque nada hay malo en esto,
nunca tan frívola fui.
Para escaparme de aquí
me valí de aquel pretexto;
porque estaba ya en un potro,
y no podía sufrir
al uno por su gemir,
y por su charlar al otro.—
«Pero yo no lo atribuyo a desprecio, sino a un capricho, a una chanza, o tal vez al designio de hacerme ver que ciertas materias se deben tratar sin testigos.—Ya es tiempo de explicarme.
»Treinta años hace que soy soltero, y no es para hombres de mi temple el ser toda la vida de Dios una misma cosa. Unos me pintan el matrimonio como el más espantoso cautiverio; otros dicen que es un manantial de dichas y de placeres. Cada uno cuenta de la feria como le va en ella. Yo quiero salir de dudas, porque siempre he sido curioso, y porque empiezo a cansarme de andar, como suelen decir, a salto de mata. Los mandamientos de la ley de Dios me prohíben hostilizar a la mujer del prójimo. Dicen que todo lo puede el dinero: mentira. Yo tengo tres mil duros de renta, y nunca he podido comprar los verdaderos placeres, que otros más afortunados disfrutan gratis. Me canso de lidiar con patronas y lavanderas. Por otra parte, cuando yo nací, mi padre fue lo que yo no he sido todavía, y un hombre como yo no ha de ser menos que su padre. Por estas y otras razones he resuelto casarme; p. 62y habiendo de elegir una esposa, ¿quién mejor que usted, viudita mía? Talento, gracia, hermosura... ¡Cuántos presagios de ventura matrimorial!—Aunque creo que no me mira usted con repugnancia, ignoro todavía el lugar que ocupo en ese corazón; pero me parece que no haría usted ningún disparate en casarse conmigo, porque, sin vanidad, me atrevo a ser tan buen consorte como el primero.
»Ya ve usted que esto es hablar al alma. He dicho. Responda usted ahora con la misma franqueza a su resuelto pretendiente,
Q. S. P. B.
Martín Campana y Centellas».
¡Epístola singular!
¿Has visto un novio más brusco?
Juliana.
Por cierto que el hombre es chusco.
¡Qué modo de enamorar!
Marcela.
Alabo su buen humor,
y su carta me da gozo,
que al fin es soberbio mozo...
Juliana.
Y muy soberbio hablador.
Marcela.
Mas con gracia.
Juliana.
No ha de ser
Por mi voto el preferido.
¡Dios me libre de un marido
que hable más que su mujer!
Marcela.
¿Conque no te agrada?
Juliana.
No.
Yo le haría mil desdenes.
Marcela.
Juliana, mal gusto tienes.—
¿Y si le escogiera yo?
Juliana.
Preciso es que la chaveta
perdiera usted, ama mía.
A quien yo preferiría
es al poeta.
Marcela.
El poeta...
Sí...
p. 63Juliana.
Yo hablo sin interés.
Ello, usted se ha de casar.
Marcela.
¡No me dejan respirar!
Juliana.
Vamos; ¿a cuál de los tres...?
Marcela.
Poco a poco. ¿Es puñalada
de pícaro? Loca estoy.
¡Tres a un tiempo! Se lo doy,
Juliana, a la más pintada.
Juliana.
¿Pero qué contestación
a los criados daré?
Marcela.
Que aquí vuelvan, les diré,
sus amos a la oración.
Juliana.
Pues qué, ¿va usted a salir?
Marcela.
Voy a hacer una visita
ahí arriba, a doña Rita.
Juliana.
No me quiere usted decir...
Marcela.
Muy pronto, te lo prometo,
todos mi elección sabrán.—
(¡Qué franco es el capitán!—
¡Qué letrilla, y que soneto!)
(Se retira pensativa).
JULIANA.
Juliana.
¡Mal haya tanto misterio!
Ahora iría con el chisme
a Gertrudis si supiera...
¡Desgraciadas las que sirven
a estos señores que quieren
que todo se lo adivinen!—
Vamos, no dirá el poeta
que Juliana es insensible
a su regalo.—Y presumo
que la viuda le distingue.—
Por otra parte, yo temo
que la balanza se incline
a don Martín.—Esta duda
p. 64tanto me aburre y me aflige,
como si fuera yo alguno
de los tres novios insignes.—
Con esto, y con que después
se la lleve el alfeñique
de don Agapito... ¡Oh! No.
¡Qué locura! No es posible.—
¿Quién se acerca?—Él es.
JULIANA y DON AGAPITO.
Agapito.
Juliana,
muy buenas tardes.
Juliana.
Felices.
Agapito.
Ya sé que tu ama ha leído
mi billete. Dime, dime...
Juliana.
Le cita a usted...
Agapito.
Ya lo sé.
¡Si me lo ha dicho Felipe!...
Pero yo estoy impaciente,
y es preciso que averigüe...
Juliana.
También ha citado...
Agapito.
¿A quién?
Juliana.
Al poeta.
Agapito.
¿Qué me dices?
¿Se ha declarado por fin?
Juliana.
Sí, señor.
Agapito.
¡Mire usted!
Juliana.
Item.
Comparecerá también
a su tribunal temible
el capitán don Martín,
a fin de que se administre
recta justicia a los tres.
Agapito.
¡Bien! Comparecencia triple.
¿Es concurso de acreedores?
Con tal que a mí me adjudiquen
p. 65la hipoteca... ¡Oh! ¿Quién lo duda?—
Me alegro de que nos cite
a un tiempo a los tres. Mi triunfo
así será más plausible,
más solemne, y mis rivales...
¡Cuánto voy a divertirme!
Di: ¿cómo, cómo leyó
mi carta? Con apacible
sonrisa, con cierta... Aguarda:
¿te gustan los diabolines?
Aún tengo...
Juliana.
No soy golosa.
Agapito.
¿Qué le ha parecido el símil?...
Juliana.
No entiendo.
Agapito.
La consonancia
de trombones y violines,
comparada a nuestro amor.
El pensamiento es sublime.
¿Lo celebró?
(Va oscureciendo).
Juliana.
Sí, señor;
soltando el trapo a reírse,
como yo.
Agapito.
Pues; de alegría.
Y dime: ¿tú no advertiste
palpitación en su pecho,
y así..., un rubor...?
Juliana.
(¡Oh, qué chinche!)
Excuse usted las preguntas,
porque yo no he de decirle
ni una palabra.
Agapito.
Está visto.
Sin duda se me apercibe
alguna dulce sorpresa.
¡Oh! Pero yo soy muy lince.
Juliana.
Al más lince se la pegan.
Agapito.
¡Oh! Lo que es a mí, es difícil.—
Hablemos claro: yo sé
que Marcela se desvive
por mí, y esos mentecatos,
p. 66en vano, en vano compiten
conmigo.
Juliana.
Tengo que hacer,
y si usted me lo permite...
Agapito.
Anda con Dios.—Ah, te ofrezco,
luego que se realice
mi casamiento...
Juliana.
¿Un vestido?
Agapito.
Una libra de confites.
Juliana.
Mil gracias por la fineza.
(Mala víbora te pique.)
DON AGAPITO.
Agapito.
¡Bravo! La victoria es mía.
Esta noche se despiden
mis rivales, y no bien
me dejen el campo libre,
trataremos de la boda.
A mediodía, convite
gastronómico: a la noche,
gran concierto, baile... Envidien
mi fortuna los que tanto
con sus bromas me persiguen;
los que me llaman enclenque,
y fatuo, y... Yo sé el busilis
mejor que nadie; y mujer
que a mis gracias no se rinde,
bien puede decir... ¡Qué veo!
Allí vienen el belitre
de don Martín y su primo
don Amadeo. ¡Infelices!
DON AGAPITO, DON MARTÍN y DON AMADEO.
Martín.
No puede tardar. Aquí
la aguardaremos.
p. 67Amadeo.
¡Terrible
momento!
Martín.
Don Agapito.
Hagamos lo que te dije.
¡Duro en él! Yo por un lado;
tú por otro.—Don Melindre
(Dándole una palmada en el hombro),
buenas noches.
Agapito.
Poco a poco.
No quiero que me acaricien
de ese modo.
Amadeo.
(Por el lado opuesto haciendo lo mismo).
Buenas noches.—
¿A cómo van los anises?
Agapito.
¡Eh, que mis hombros no son
de piedra!
Martín.
No: son de mimbre;
ya lo sé; pero mi afecto...
Agapito.
Bueno está que usted me estime,
pero...
Amadeo.
¡Cuidado, que soplan
unos vientos muy sutiles,
y usted no está para fiestas!
Le aconsejo que se cuide.
Agapito.
Pero, señores, ¿qué diablos?...
Quiero que ustedes descifren...
Martín.
Guárdese usted del sereno.
Agapito.
Pero aunque yo me constipe,
¿qué le importa a nadie?
Martín.
Vamos;
el que de esto no se ríe,
no tiene gusto.
Agapito.
Señores...
Martín.
Oye para que te admires.
Ese apéndice...
Agapito.
¡Qué frases!
No; pues como yo me irrite...
Martín.
Quiere casarse.
Amadeo.
¿De veras?—
p. 68No haga usted caso. Son chistes
de mi primo. ¡Usted casarse!
Agapito.
Sí, señor. ¿Y quién lo impide?
Martín.
Y con Marcela. ¡Ahí es nada!
Agapito.
¡Bueno es que ustedes me priven!...
Martín.
Hombre, no sea usted fatuo.
Amadeo.
Hombre, no sea usted simple.
Martín.
¿Dónde se ha metido usted?
Amadeo.
Mejor es que se retire
con sus honores...
Agapito.
¡Por vida!...
Desde que tengo narices,
no me he visto...
Martín.
¿Quiere usted,
con esa traza de tiple,
enamorar a Marcela?
Si fuera entonar un Kirie...
Agapito.
¡Oiga usted!...
Amadeo.
¡Marido un quidam
que padece de raquitis!
Martín.
Si usted se casa... perdone
que su fin le pronostique;
no vive usted veinte días.
Amadeo.
¿Qué veinte días? Ni quince.
Agapito.
¿Quieren ustedes dejarme?
Martín.
¡Vaya una figura triste!
Agapito.
Pero ¿hay valor para esto?
Amadeo.
¡Vaya una cara de tisis,
que da gozo!
Agapito.
¡Voto a bríos!
Amadeo.
¡Lindo mueble!
Martín.
¡Lindo dije!
Agapito.
¡Me ahorcara!
Amadeo.
¡Vaya un apunte!
Martín.
¡Vaya un ente inverosímil!
Agapito.
Señores, basta de broma.
Martín.
¡Eh! ¿Quiere usted que me explique
de otro modo?
Amadeo.
Mejor es.
p. 69Dejémonos de perfiles.
Renuncie usted a la mano
de Marcela.
Agapito.
Es imposible.
Martín.
Deje usted de visitarla.
No es justo que nos fastidie...
Amadeo.
Que nos estorbe...
Agapito.
Esas cosas
de ningún hombre se exigen;
y primero...
Martín.
¿Conque usted
gallea?
Amadeo.
¿Usted se resiste?
Martín.
(Tirándole de un brazo).
Pues véngase usted conmigo.
Amadeo.
(Tirándole del otro).
Pues veremos si usted riñe
como habla. Sígame usted.
Agapito.
Señores, no me desquicien.
Martín.
Déjale. Vamos al campo.
Amadeo.
Es inútil que porfíes.
Antes lidiará conmigo.
Agapito.
Pero entre Escila y Caribdis,
¿qué hago yo?
Martín.
Suéltale.
Amadeo.
Aparta.
Agapito.
¡Por piedad, no me asesinen
ustedes!
Martín.
¡Al campo!
Amadeo.
¡Al campo!
Agapito.
¿Quién me socorre? ¡Ah, caribes!
DON AMADEO, DON AGAPITO, DON MARTÍN, DON TIMOTEO y JULIANA.
Don Martín y don Amadeo sueltan a don Agapito. Juliana trae luces.
Timoteo.
¿Qué es esto?
Juliana.
¿Qué es esto?
p. 70Amadeo.
Nada.
Timoteo.
Esos gritos...
Martín.
Una broma.
Agapito.
Pero broma muy pesada.
Martín.
¿Se pica usted, camarada?
Pues con su pan se lo coma.
Timoteo.
¿Picarse? ¡Qué disparate!—
Pero al oír tal debate,
yo pensaba, por mi abuelo,
que se trataba de un duelo,
o desafío, o combate.
Martín.
¡Qué! No, señor. Le hemos dicho
que deje de pretender
a Marcela.
Timoteo.
¡Buen capricho!
Martín.
Porque ella es mucha mujer
para semejante bicho.
Agapito.
¿No ve usted cómo me insultan?
Yo lo sufro.
Amadeo.
Por desidia.
Agapito.
Mas si antes no me sepultan,
Marcela... En vano lo ocultan:
se están muriendo de envidia.
Timoteo.
¡Silencio!—Amigos, ahora,
luego, más tarde, después...
Juliana.
Fuego de amor los devora;
mas ya vendrá mi señora,
y escogerá entre los tres.—
Oiga usted, don Amadeo
(Se lo lleva a un lado, y hablan aparte. Lo mismo hace don Timoteo con don Martín.),
hablé por usted a mi ama.
De usted será. Así lo creo.
Amadeo.
¡Fausto amor! ¡Dichosa llama!—
Mas ¡ay!, te engaña el deseo.
Timoteo.
Usted va a rendir el muro.
Martín.
¿Será mía?
Timoteo.
Lo aseguro.
Martín.
¡Si vale usted un tesoro!
p. 71Timoteo.
Lo afirmo, y lo corroboro,
y lo sostengo, y lo juro.
Agapito.
¡Cuánto tarda! Me impaciento.—
¡Oh! Con tisis y sin tisis,
ya se verá... Pasos siento.
Juliana.
Ya está aquí.
Timoteo.
Llegó el momento
decisivo; esto es, la crisis.
DON TIMOTEO, DON MARTÍN, JULIANA, MARCELA, DON AGAPITO y DON AMADEO.
Timoteo.
Bien venida.
Amadeo.
(¡Oh dulce vista!)
Marcela.
Caballeros, buenas noches.
Timoteo.
Aquí tienes tres amantes,
o bien tres adoradores,
que solicitan, pretenden,
anhelan ser tus consortes.
Todos tienen buenas prendas,
o cualidades, o dotes;
y es fuerza que alguno de ellos
tu preciosa mano logre.
¿A cuál de los tres eliges?
¿A cuál de los tres escoges?
Marcela.
Declarados ya los tres,
el triste deber me imponen,
mi amistad, mi honor, mi estado,
de decir a estos señores
libremente mi sentir:
y pues el poder del hombre,
como ha dicho alguno de ellos,
no manda en los corazones,
yo espero que sin rencor
a mi fallo se conformen.
Agapito.
Lo prometo.
Martín.
Y yo también.
p. 72Amadeo.
Y yo.
Marcela.
Tres declaraciones
he recibido esta tarde
que me colman de favores.
Ahora bien: responderé
a todos tres por su orden.—
Don Agapito...
Agapito.
¡Ay, Marcela!
(Solo a mí me corresponde.
Sus ojos lo están diciendo.)
Marcela.
Aunque me sobran razones
para quejarme de usted,
pues no sé cuándo, ni dónde
le he dado yo fundamento
para que tanto blasone
de mi soñado cariño...
Agapito.
Señora..., yo...
Martín.
Aquí se oye
y se calla...
Marcela.
La indulgencia
ha sido siempre mi norte;
y mal puedo yo evitar
que usted viva de ilusiones.
Le perdono su osadía.—
Por lo que hace a sus amores,
los agradezco en el alma,
siquiera por los bombones
que me regaló esta tarde;
mas le ruego no se enoje
si digo que para usted
mi corazón es de bronce.
Agapito.
¡Qué escucho!
Marcela.
No hay que afligirse.
Siendo tantos los primores
de esos pies y de esas manos,
mujeres hay, más de doce,
a las cuales un marido
como usted vendrá de molde,
ya que no haga justicia
p. 73a un mérito tan enorme.
Pero le daré un consejo,
siempre que a mal no lo tome.
Si usted pretende, hijo mío,
ser venturoso en amores,
déjese de caramelos;
robustezca sus pulmones;
emancipe su cintura
del corsé que se la come;
déjese de figurines,
déjese de rigodones;
que el hombre, ante todas cosas,
está obligado a ser hombre.
Agapito.
¡Usted también! Vive Dios,
que ya no hay paciencia...
Timoteo.
¡Pobre
don Agapito! Si usted
consiente en que yo le adobe,
le cure, le restablezca,
desencanije y entone...
Agapito.
Déjeme usted, que estoy hecho
un tigre, un rinoceronte.
¡A mí tal desaire! A mí...
Estoy echando los bofes
de cólera y de... ¿Qué digo?
Eso quieren: que me amosque,
y me desespere, y... No;
que hay hermosuras mayores
muertas por mí.—Sí, señora;
y porque usted me abochorne,
no dejaré yo de ser
la delicia de la corte.
MARCELA, DON AMADEO, DON MARTÍN, DON TIMOTEO y JULIANA.
Juliana.
(Ese ya va despachado.)
Timoteo.
¡Qué estúpido es ese joven,
p. 74qué necio, qué mentecato,
y qué estólido, y qué torpe!
No; pues como no se enmiende,
o se corrija, o reforme,
le anuncio, le pronostico,
le presagio mil sofiones;
¡oh!, y exequias prematuras,
anticipadas, precoces.
Martín.
¿Conque a quién le toca ahora?
Amadeo.
(Yo tiemblo como el azogue.)
Marcela.
Al señor don Amadeo.—
Sentiré que le incomode
mi franqueza. Yo le estimo
como a un hermano. Son nobles
sus sentimientos; su trato
el más ameno; es muy dócil,
muy fino, muy consecuente,
y me faltan expresiones
para ensalzar su talento;
mas, por mucho que me honre
con su mano, nuestros gustos,
nuestros genios son discordes.
Él es serio, reflexivo,
taciturno; y yo, señores,
viva, alegre, bulliciosa.
Además, aunque él me adore,
jamás podré conseguir
que a las musas abandone;
y tendré celos de Erato,
de Talía y de Caliope.—
Mas ya que el hado no quiere
que esposo mío le nombre,
más tierna amiga que yo
no ha de hallar en todo el orbe.
Amadeo.
(Muy exaltado).
¿Amiga? ¡Qué profieres!
¿Merece mi cariño tanto agravio?
¡Ah! Rompa ya mi labio,
rompa el silencio, pues mi muerte quieres.
p. 75¡Oh tú, la más cruel de las mujeres!
¡Oh tú, cuyos hechizos
por mi destino aciago
adoro a mi despecho!
¿Solo me ofreces de mi amor en pago
yerta amistad?—Arráncame del pecho
en donde está grabada,
arráncame primero, ingrata, impía,
tu imagen adorada.
La amistad apacible
tal vez se cambia en amorosa hoguera;
mas ¿dónde el insensible,
dónde está el corazón, cobarde, helado,
que a la amistad desciende
cuando en llama voraz Amor le enciende?
No, no. Sé mi enemiga,
pues no merece el mísero Amadeo
a par de ti ceñirse en los altares
la plácida corona de Himeneo.
En tanto mis pesares,
lejos de ti llorando, en la ribera
del lento Manzanares,
yo, con voz lastimera,
a los vientos daré tristes cantares.
¡Adiós!
Marcela.
Pero oiga usted...
Amadeo.
No. Ya es en vano.
Martín.
Primo...
Timoteo.
¡Raras manías!—
Mire usted, considere, reflexione,
que como no abandone...
Amadeo.
¿Ya va usted a ensartar sus profecías?
Cállese usted, y el diablo se lo lleve.—
¡Adiós, mujer aleve!
¡Adiós por siempre! ¡Adiós! Nuevo Macías,
víctima moriré de tus rigores.
En tiernas elegías
cantad, hijos de Apolo, mis amores,
y mi tumba llorad, llorad, pastores.
MARCELA, DON TIMOTEO, DON MARTÍN y JULIANA.
Marcela.
¿Don Martín, lloro o me río?
porque a la verdad, yo dudo
lo que debo hacer.
Martín.
Reír
es lo mejor.
Timoteo.
¡Qué ex abrupto,
qué descarga, qué andanada,
qué tempestad, qué diluvio
de quejas y de clamores,
de lágrimas y de insultos!
Marcela.
¿Pero habrá perdido el juicio?
Martín.
¿Cómo, si nunca lo tuvo?
Ya ve usted, poeta... Pero
no hay cuidado: ese es un flujo
de palabras. El morirse
de amores ya no está en uso.
Timoteo.
Ea, vamos; ya está visto
que es tu novio o tu futuro
don Martín.
Juliana.
¡Pobre poeta!
Timoteo.
Aplaudo, celebro mucho
tu buena elección, tu acierto;
quiero decir, tu buen gusto.
Martín.
Si merezco tanta gloria,
no habrá, señora, en el mundo
quien no envidie...
Marcela.
Usted perdone,
don Martín, si le interrumpo.—
Confiese usted que no tiene
todavía muy maduros
los cascos para marido.
Aún no está usted muy seguro
de quererme solo a mí.
Aún están muy en tumulto
p. 77esas pasiones; y yo,
que no fui con mi difunto
muy dichosa, antes que humille
otra vez mi frente al yugo,
lo miraré muy despacio.
Palabras que como el humo
se disipan, nada prueban,
y a quien cumplió cinco lustros,
don Martín, no se deslumbra
con amorosos arrullos.
Aunque un poco atolondrado,
usted, no lo dificulto,
sería muy buen marido;
mas dice un refrán del vulgo
que lo mejor de los dados
es no jugarlos.
Martín.
¡Me luzco
como hay Dios!
Timoteo.
Pero sobrina...
Martín.
¿Conque tampoco hay indulto
para mí?
Marcela.
Perdone usted.
No es vanidad, no, lo juro,
la causa de este desvío
con que a tres novios renuncio;
pero amo mi libertad
y en ella mi dicha fundo.
No aborrezco yo a los hombres
aunque severa los juzgo.
Confieso que para amigos
son excelentes algunos;
para amantes, casi todos,
para esposos... ¡abrenuncio!
Mi sexo me inclina a ellos;
mi razón toma otro rumbo.—
No sé al fin quién vencerá,
porque yo no soy de estuco.
Entre tanto ni desprecio
a los hombres ni los busco.
p. 78Buenas palabras a todos,
mi corazón... a ninguno.
Martín.
Esta franqueza me encanta,
y sería un necio, un bruto
si, ya que aspirar no puedo,
aunque de amor me consumo,
a una mano tan preciosa,
no cifrase yo mi orgullo
en elogiar a Marcela
y en llamarme esclavo suyo.
Juliana.
¿Conque no se casa usted?
Timoteo.
He de bajar yo al sepulcro
sin el consuelo, el alivio,
el gusto, el placer...
Marcela.
Presumo
que así será.
Timoteo.
Mas ¿por qué?
¿Por qué, mujer? Yo me aburro.
Marcela.
Boda quiere la soltera
por gozar de libertad,
y mayor cautividad
con un marido la espera.
En todo estado y esfera
la mujer es desgraciada;
solo es menos desdichada
cuando es viuda independiente,
sin marido ni pariente
a quien viva sojuzgada.
Quiero, pues, mi juventud
libre y tranquila gozar,
pues me quiso el cielo dar
plata, alegría y salud.
Si peligra mi virtud,
venceré mi antipatía,
mas mientras llega este día
¿yo marido? Ni pintado,
porque el gato escarmentado
huye hasta del agua fría.
Los humanos corazones
p. 79yo a mi costa conocí.
Pocos me querrán por mí;
cualquiera por mis doblones.—
Celibatos camastrones,
buscad muchachas solteras,
que muchas hay casaderas.
Dejadme a mí con mi luto.
Paguen ellas su tributo:
yo ya lo pagué, y de veras.
No perturbéis mi reposo.
Hombres, yo os amo en extremo,
pero a la verdad, os temo
como la oveja al raposo.
Este es necio; aquel celoso;
avaro y altivo el uno;
otro infiel; otro importuno;
otro...
Martín.
¿Está usted dada al diablo?
Marcela.
No hay que ofenderse. Yo hablo
con todos y con ninguno.
FIN DE LA COMEDIA.