The Project Gutenberg eBook of Ó locura ó santidad

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Title: Ó locura ó santidad

Drama en tres actos y en prosa

Author: José Echegaray

Release date: August 4, 2025 [eBook #76631]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Imprenta de José M. Ducazcal, 1877

Credits: Produced by Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/University of North Carolina at Chapel Hill.)

*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK Ó LOCURA Ó SANTIDAD ***

Índice:

RepartoActo primeroActo segundoActo tercero.

Nota de transcripción


Cubierta del libro

p. 1

O LOCURA O SANTIDAD


p. 3

O LOCURA O SANTIDAD,

DRAMA

EN TRES ACTOS Y EN PROSA,

POR

José Echegaray.

Estrenado en Madrid, en el Teatro Español,
el 22 de enero de 1877.


MADRID:

Imprenta de José M. Ducazcal.

Plaza de Isabel II, núm. 6.

1877.


p. 4Esta obra es propiedad de su autor, y nadie podrá, sin su permiso, reimprimirla ni representarla en España y sus posesiones de Ultramar, ni en los países con los cuales haya celebrados o se celebren en adelante tratados internacionales de propiedad literaria.

El autor se reserva el derecho de traducción.

Los comisionados de la Galería Lírico-Dramática, titulada El Teatro, de DON ALONSO GULLÓN, son los exclusivamente encargados de conceder o negar el permiso de representación y del cobro de los derechos de propiedad.

Queda hecho el depósito que marca la ley.


p. 5

AL EMINENTE ACTOR

Don Antonio Vico.

Cumplo deber ineludible, ejerzo acto de justicia y procuro dar público testimonio de cuánto admiro su gran talento y su inagotable inspiración, dedicando a Usted esta obra que fue la elegida para su beneficio y en que a tal altura raya Usted.

Usted, que desde mi primer ensayo en El libro talonario, ha venido ganándome aplausos y triunfos; Usted, que ha sido sucesivamente sobre la escena: el don Carlos de Quirós de La esposa del vengador, el Banquero de aquel epílogo de La última noche, el Fernando de En el puño de la espada, el Pablo de Cómo empieza y cómo acaba y el Lorenzo de O locura o santidad, bien merece, y es harto humilde recompensa, ya lo conozco, a cambio de tantos y tantos arranques sublimes, de tantos y tantos gritos desgarradores, de tantas maravillas de expresión, esta muestra de mi gratitud, de mi admiración y de mi amistad.

Echegaray.


p. 6

PERSONAJES.   ACTORES.
DON LORENZO DE AVENDAÑO[1] Señor Vico (Don Antonio).
ÁNGELA Señora Marín.
INÉS Señorita Contreras.
LA DUQUESA DE ALMONTE Señora Fenoquio.
EDUARDO Señor Calvo.
JUANA Señorita Boldún.
DON TOMÁS Señor Oltra.
EL DOCTOR BERMÚDEZ Señor Benavides.
BRAULIO Señor Riquelme.
BENITO Señor Romea.
UN CRIADO Señor Castro.

La escena, en Madrid, en casa de Don Lorenzo. — Época moderna.

[1]Por enfermedad del señor Vico se encargó a la quinta representación del papel de don Lorenzo el Señor Cepillo.


p. 7

ACTO PRIMERO.


La escena representa el despacho de don Lorenzo: forma octógona. — A la izquierda del espectador, y en primer término, una chimenea encendida: encima un gran espejo de marco negro: en segundo término, una puerta. — A la derecha, en primer término, otra puerta; en segundo término, una ventana. — En el fondo, la puerta principal. — En los dos chaflanes o lados oblicuos del octógono, grandes estantes con libros. — A la izquierda, una mesa de despacho con pupitre y sillón. — A la derecha, un sofá. — Sobre algunas sillas, sobre la mesa, en las repisas de los estantes y en las paredes, libros y objetos artísticos en confusión, pero sin que aparezca recargado el conjunto. — El adorno, elegante y rico, pero de gusto muy severo: cortinajes y muebles oscuros. — Es día de invierno: la luz muy escasa.

ESCENA PRIMERA.

Don Lorenzo.

Sentado a la mesa y leyendo atentamente.

Don Lorenzo.

«Las misericordias, respondió don Quijote, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde que no me deja tiempo para p. 8hacer alguna recompensa leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad con mi muerte». (Suspende la lectura y queda pensativo largo rato). ¡Locura luchar sin tregua ni reposo por la justicia en esta revuelta batalla de la vida, como luchaba en el mundo de sus imaginaciones el héroe inmortal del inmortal Cervantes! ¡Locura amar con amor infinito, y sin alcanzarla jamás, la divina belleza, como él amaba a la Dulcinea de sus apasionados deseos! ¡Locura ir con el alma tras lo ideal por el áspero y prosaico camino de las realidades humanas, que es tanto como correr tras una estrella del cielo por entre peñascales y abrojos! Locura es, según afirman los doctores; mas tan inofensiva, y, por lo visto, tan poco contagiosa, que para atajarla no hemos menester otro Quijote. (Pausa. Después se levanta, viene al centro del escenario, y de nuevo se queda pensativo).

ESCENA II.

Don Lorenzo, doña Ángela, don Tomás.

Los dos últimos se detienen en la puerta de la derecha, primer término, y desde allí, medio ocultos por el cortinaje, observan a don Lorenzo. Este en el centro y volviéndoles la espalda.

Ángela.

¿Le ve usted? Como siempre; leyendo y pensando.

Don Tomás.

Ángela, su esposo de usted es todo un sabio; pero no abusemos de la sabiduría. Si la cuerda, cuanto más tensa, da sonidos más agudos, también con mayor facilidad se rompe; y al romperse, a la divina nota, sucede un eterno silencio. Mientras el cerebro se agita p. 9en sublimes espasmos, la locura acecha: no lo olvide usted. (Pausa).

Don Lorenzo.

¡Extraño libro, libro sublime! ¡Cuántos problemas puso Cervantes en ti, quizá sin saberlo! ¿Loco tu héroe? Loco, sí: loco. (Pausa). El que no oyera más que la voz del deber al marchar por la vida; el que en cada instante, dominando sus pasiones, acallando sus afectos, sin más norte que la justicia ni más forma que la verdad, a la verdad y la justicia acomodase todos sus actos, y con sacrílega ambición quisiera ser perfecto como el Dios de los cielos..., ese, ¡qué ser tan extraño sería en toda sociedad humana! ¡Qué nuevo don Quijote entre tanto y tanto Sancho! Y al tener que condenar en uno el interés, la vanidad en otro, la dicha de aquel, los desordenados apetitos de este, las flaquezas de todos, ¡cómo su propia familia, a la manera del ama y la sobrina del andante caballero; cómo sus propios amigos, de igual suerte que el cura y el barbero y Sansón Carrasco; cómo jayanes y doncellas, y duques y venteros, y moros y cristianos a una voz le declararan loco, y por loco él mismo se tuviera, o al morir lo fingiría, porque le dejasen al menos morir en calma!

Don Tomás.

(Acercándose a don Lorenzo y poniéndole una mano en el hombro. Doña Ángela se acerca también). Lorenzo.

Don Lorenzo.

(Volviéndose). Tomás... Ángela... ¿Estabais ahí?

Don Tomás.

Sí, escuchábamos a medias tu filosófico monólogo. ¿Y a cuenta de qué son esos sublimes desahogos de mi buen amigo?

Don Lorenzo.

Lecturas del don Quijote, que se me suben a la cabeza y allá se mezclan con otras modernas filosofías, que andan vagando, como diría mi empedernido doctor, por las celdillas de la sustancia gris.

Don Tomás.

Como diría todo el que quisiera decir algo puesto en razón.

p. 10

Ángela.

¡Qué espanto! ¿Van ustedes a empezar una de esas interminables disputas sobre el positivismo y el idealismo y todos los demás ismos del diccionario, que son otros tantos abismos del sentido común?

Don Tomás.

No se alarme usted, Ángela, que algo más interesante tengo que decir a Lorenzo.

Don Lorenzo.

Y algo más urgente tengo yo también que preguntarte. (A Tomás).

Ángela.

Ya lo creo: más interesante y más urgente que los disparates y embelecos de que se llenan ustedes la cabeza, es la salud de nuestra niña.

Don Lorenzo.

¿Cómo encuentras hoy a la hija de mi vida? (Con afán).

Ángela.

¿Cómo está Inés? (Pausa).

Don Lorenzo.

¡Vamos!... ¡Responde!... ¡No nos tengas en esta ansiedad! (Nueva pausa. Don Tomás mueve la cabeza con aire de disgusto).

Ángela.

¡Don Tomás, por Dios! ¿Peligra acaso?

Don Lorenzo.

¡Qué dices, mujer! No pronuncies esa palabra.

Don Tomás.

Alto, alto. ¡Qué de prisa van ustedes! Es cosa grave, no lo niego.

Don Lorenzo.

¡Qué dices!

Ángela.

¡Qué dice usted!

Don Lorenzo.

¿Cuál es su enfermedad? ¿Qué nombre tiene?

Ángela.

¿Cómo se cura? Porque debe curarse de algún modo. Es preciso, Tomás, es preciso que usted salve a mi hija.

Don Tomás.

¿Cuál es su enfermedad? Una de las que causan más estragos entre los vivientes. ¿Qué nombre tiene? Amor, le llaman los poetas: nosotros los médicos le damos otro nombre. ¿Cómo se cura? Hoy por hoy con el cura; y es tan probado específico, que al mes de haberlo usado ni memoria queda en ambos cónyuges de la fatal dolencia.

Ángela.

¡Qué bromas tiene usted, don Tomás! Me ha dejado usted sin gota de sangre en las venas.

p. 11

Don Tomás.

Ello es que hablando seriamente, y dadas las condiciones de esa niña, su temperamento nervioso, su sensibilidad extrema y ese su romántico amor, la dolencia es grave; y si no se busca pronto remedio en la dulce calma de la vida conyugal, Ángela, amigo mío, me duele decirlo, pero el deber me lo ordena, no cuenten con Inesita. (Con seriedad).

Don Lorenzo.

¡Tomás!

Ángela.

¿Usted cree?...

Don Tomás.

Creo que Inés ha heredado la imaginación exaltada y fantástica de su padre; que hoy la fiebre del amor circula por todas sus venas en olas de fuego. Y si no la casan ustedes, y muy pronto, con Eduardo; si ella llega a comprender que sus esperanzas no han de realizarse, los delirios de su fantasía y las violencias de su pasión, aunque no sé en qué forma, sé por desdicha que han de herirla de muerte.

Don Lorenzo.

¡Dios mío!

Ángela.

¡Hija mía!

Don Tomás.

Ya saben ustedes mi opinión: opinión expuesta sin rodeos ni ambages, cual lo exige lo urgente del caso, y con la lealtad a que me obligan el cariño que nos une y el que profeso a esa inocente niña.

Ángela.

(A Lorenzo con tono resuelto). Tú lo has oído: es preciso que Inesita y Eduardo se casen.

Don Lorenzo.

Bien lo quisiera, Ángela. Eduardo es bueno, es inteligente, quiere a nuestra hija con delirio; pero...

Ángela.

Pero ¿qué? ¿Que no somos nobles y que la madre de Eduardo, la duquesa viuda de Almonte, se opone a esta unión? Y ¿qué importa si él quiere, y no es ella la que ha de casarse?

Don Lorenzo.

Ángela, piénsalo bien; ¡dar pábulo nosotros a la rebeldía del hijo contra la madre!...

Ángela.

Piénsalo bien, Lorenzo; ¡sacrificar nuestra hija a las vanidades de esa mujer!

p. 12

Don Lorenzo.

Lamentar vanidades y desdichas, cosa fácil me parece: buscar remedio al daño es lo que importa.

Ángela.

¿Por qué no hablar a la duquesa? Dicen que, aparte de sus preocupaciones aristocráticas, es buena mujer, y que con delirio quiere a su Eduardo. Vas allá y le suplicas y le ruegas...

Don Lorenzo.

¡Yo suplicar! ¡Yo rogar! ¡Humillarme yo! No soy yo ciertamente quien ha de ir a pedirle su hijo: ella es la que debe venir a mi casa a pedirme la mano de Inés. Las conveniencias sociales, el respeto a la mujer, mi propio decoro así lo exigen.

Ángela.

Aquí tiene usted al filósofo, al sabio, al hombre perfecto, rebosando vanidad y orgullo. (Dirigiéndose a don Tomás, que se habrá acercado a la mesa y estará hojeando libros).

Don Lorenzo.

Ángela, eres injusta: no es orgullo, es dignidad. Dignidad, sí; porque no es decoroso que mendiguemos para la frente de Inés, que en sí lleva la mejor corona, la corona ducal que desdeñosa nos niega otra familia; no es decoroso, repito, que vayamos de puerta en puerta, y menos si en sus dinteles hay labrados blasones, tendiendo la mano para que nos hagan la limosna de un nombre, cuando Inés tiene el mío, tan bueno, por limpio y por honrado, como otro cualquiera que lo sea mucho.

Don Tomás.

Lorenzo tiene razón; pero usted, Ángela, también la tiene.

Ángela.

Pues bien, no vayas tú; conserva incólume tu dignidad de sabio y de filósofo. Yo, que no soy más que una pobre madre, yo iré. A mí no me causa sonrojo ir de puerta en puerta mendigando, no coronas ni blasones, sino la felicidad y la vida de mi hija.

Don Lorenzo.

Ni a mí tampoco, Ángela: tienes razón. Diga el mundo lo que quiera, piense lo que pensare la duquesa, iré. ¿No es verdad que debo ir? Tú que tienes un criterio recto y severo, y que juzgas de las cosas a sangre p. 13fría, dime tu opinión con franqueza. (A Tomás).

Ángela.

¡Ah! ¡Qué hombre! ¡Pues no está discutiendo si debe o no debe ir! Estas cosas, señor filósofo y señor marido, se resuelven con el corazón, no con la cabeza. Mucho es que no empezaste a revolver librotes, buscando en ellos la solución del problema. A maravilla tengo que no estés ya escudriñando si entre los filósofos alemanes, o entre los clásicos griegos, o en la ininteligible maraña de tus obras matemáticas, no hubo algún autor que tratase concretamente el caso peregrino del futuro casamiento de la señorita doña Inés de Avendaño con don Eduardo de Almeida, duque de Almonte; y cuenta que si por a más b, te demostrase alguno de tus predilectos sabios la inconveniencia del casamiento, por a más b dejarías morir a la pobre hija de mi alma.

Don Lorenzo.

No te burles de mí, Ángela. Tú sabes que adoro a Inés.

ESCENA III.

Don Lorenzo, Ángela, don Tomás, Inés.

Esta última entra por la derecha, primer término, al pronunciar don Lorenzo las últimas palabras y se detiene al oír su nombre.

Don Lorenzo.

¡Que es por su vida! ¡Que es por su felicidad! No: por secar una lágrima suya, diera yo todas las de mis ojos: por una hora de ventura para mi Inés, trocara yo contento en horas de martirio todas las que me restan de existencia. (Inés sin que la vean todavía, tiende sus brazos hacia su padre con expresión de cariño y agradecimiento y le manda un apasionado beso). Vaya, no hablemos más del asunto. Iré hoy mismo a ver a la duquesa: rogaré, suplicaré, me humillaré p. 14si es preciso, y cederá. ¿No ha de ceder? (Movimiento de alegría en Inés; Ángela se acerca y coge de la mano a su esposo con efusión). No tengo títulos de nobleza, pero tengo un nombre que si por el trabajo y el estudio no he podido hacer ilustre...

Don Tomás.

Ilustre, sí, mi buen Lorenzo.

Don Lorenzo.

Ilustre, no, pero sí respetable. Y tengo además muchos millones, que heredé de los míos y que cederé a Eduardo y a la duquesa, para que doren de nuevo sus soberbias coronas un tanto deterioradas por el tiempo. Conque ya lo sabes: (A Ángela) se casará Inés, y será feliz, y su felicidad será la nuestra.

Ángela.

Y la tuya, la de todos nosotros que viviremos mirándonos en ti. ¡En ti, Lorenzo mío, que cuando no te embrutece la ciencia, eres el más amante, el más bondadoso y el mejor de los hombres!

Inés.

¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío! (Desfalleciendo y apoyándose en la puerta para no caer).

Ángela.

¡Inés, hija mía! (Corriendo a sostenerla).

Don Lorenzo.

¡Inés, Inés!... ¿Qué tienes? (Lo mismo).

Don Tomás.

Vamos, niña, ¿qué mimos son esos? (Acercándose a ella).

Inés.

(Acercándose al sofá de la derecha y sentándose en él. Todos los demás la rodean con solicitud). Nada, no es nada..., es... que quiero llorar..., y tengo tanta alegría, que no puedo... Es que quiero reír... y siento que acuden lágrimas a mis ojos... ¡Es que te quiero mucho..., mucho..., mucho, padre mío! (Abrazándole y haciéndole mimos). ¡Qué bueno eres!... ¡Qué bueno te hizo Dios!... Soy feliz..., feliz..., muy feliz. (Rompe a llorar en los brazos de su madre).

Ángela.

Así, hija mía: llora, llora; desahógate. ¿Ves qué bueno es tu padre? Quiérele mucho.

Inés.

Con toda mi alma... ¿Y cuándo vas a ir? ¿Hoy mismo, verdad?

Don Tomás.

¡Ah, egoistilla! ¿Conque queremos mucho a papá p. 15cuando hace lo que nos agrada? Y si no fuese a casa de la duquesa ¿le querríamos tanto..., tanto..., tanto como ahora? (Burlándose de sus protestas de cariño).

Inés.

Lo mismo.

Don Tomás.

¿Conque lo mismo? (En tono de duda).

Inés.

De veras; pero estaría tan triste que no se me ocurriría decírselo. (Con cierta malicia).

Don Tomás.

Ya.

Inés.

Antes algo me oprimía el pecho y me apretaba la garganta. Ahora, sin esfuerzo alguno..., así..., espontáneamente, a la par que corren dulces lágrimas de felicidad, brotan palabras de cariño. Antes... solo hubiera podido decirte: ¡qué desdichada soy, padre mío!... Ahora ya no pienso en mí, pienso en él, y de corazón me sube a los labios este grito de amor: ¡cuánto te quiero! (De nuevo abraza a su padre).

Don Lorenzo.

¡Inés, hija mía!

Inés.

Y a ti también, madre..., a ti también. (Abrazando a su madre. Don Lorenzo y don Tomás se separan del sofá en que quedan Ángela e Inés, y vienen al centro).

Don Tomás.

¡Pobre filósofo! Mira, ninguna de las dos ha leído una sola página de todos esos libros, y saben más que tú. Te crees fuerte, y en sus manos eres cera blandísima: te crees sabio, y en sus brazos eres un inocente, por no decir que un tonto. Te crees justo e incorruptible, y la voluntad de esas dos mujeres te llevaría a todas las injusticias y a todas las flaquezas.

Don Lorenzo.

No, Tomás; cuando la idea del bien me sostiene, mi voluntad es de hierro.

Don Tomás.

No digo «Lo veremos», porque son dos ángeles; pero ¡ay, si no lo fuesen! Déjame parodiar al gran poeta y decir en romance: «¡Tentación, llevas nombre de mujer!».

Don Lorenzo.

«¡Palabras, palabras y palabras!» había dicho antes sin duda en previsión de que tú le parodiases. (Con cierta exaltación).

p. 16

Don Tomás.

¡Ya te subes al trípode!

Inés.

No incomode usted a papá.

Don Lorenzo.

No me incomodan, hija mía, las extravagancias de este doctor.

Don Tomás.

Conque quedamos en que por cariño, por amistad, por amor, por esas que tú llamas atracciones misteriosas de un alma sobre otra alma se puede y se debe llegar...

Don Lorenzo.

Hasta el sacrificio, sí; jamás hasta la culpa.

Don Tomás.

¡Bonita máxima para un libro de moral!

Don Lorenzo.

Y aún mejor para una conciencia.

Don Tomás.

¿Y no habrá casos en que para evitar males mayores tenga que transigir esa catoniana conciencia con uno tan pequeño, tan pequeño, que no llegue a ser ni grano de arena?

Don Lorenzo.

Al echarlo sobre sí, bien pronto pesaría como montaña de granito.

Don Tomás.

¿A la montaña te subes, no bastándote el trípode?

Inés.

Vamos, don Tomás... Que no le diga usted esas cosas a papá.

Don Tomás.

En resumen: guerra a muerte al mal, bajo todas sus formas y disfraces. ¿No es cierto?

Don Lorenzo.

Tú lo has dicho.

Don Tomás.

Pues aplicación inmediata de tu teoría. Y en verdad que lo había olvidado y es toda una novela. Escúchame atento: oigan ustedes.

Don Lorenzo.

¿Qué es ello? (Ángela e Inés se acercan a don Tomás).

Don Tomás.

Rogome esta mañana una mujer que en su nombre te trajera...

Don Lorenzo.

¿Qué?

Don Tomás.

Un beso.

Ángela.

¡Para él!

Don Lorenzo.

¡Para mí!

Don Tomás.

Sí; pero no se alarme usted. (A Ángela). Es el beso de una anciana, y en lágrimas viene empapado: es la p. 17última y dolorosa contracción de unos labios moribundos: es el postrer adiós de un ser que dentro de breves horas no existirá.

Don Lorenzo.

No adivino...

Don Tomás.

Ella..., esa pobre mujer me hizo llamar esta mañana: subí a la buhardilla en que muere: me dijo su nombre, que a no decírmelo, jamás la hubiera conocido; y jurándome que fue inocente, rogome, sin embargo, que intercediera contigo para que la perdonases.

Don Lorenzo.

Estás hablando un lenguaje del cual ni una sola palabra comprendo.

Don Tomás.

¿Recuerdas la muerte de tu madre?

Don Lorenzo.

¡Qué pregunta, Tomás! No conocí a mi padre, murió cuando yo era muy niño; pero mi madre... ¡Ah, madre mía! (Conmovido).

Don Tomás.

¿Recuerdas que al sentirse de improviso herida de muerte, quiso hablarte y no pudo, y que entonces, arrancándose convulsivamente del cuello un rico medallón de que jamás se desprendía, lo puso en tus manos fijando en ti con suprema angustia sus ojos velados ya por la eterna sombra?

Don Lorenzo.

Bien lo recuerdo. Sigue..., sigue...

Don Tomás.

¿Recuerdas, por fin, que al morir tu madre y al perder tú el sentido, desapareció el medallón, y que fue acusada de robo?...

Don Lorenzo.

¡Ella!... ¿Es ella?... ¡Juana, mi nodriza!... ¡Mi pobre Juana!

Don Tomás.

Juana es la que a dos pasos de aquí agoniza en una miserable buhardilla: Juana, la que en el triste beso que te traigo, implora tu perdón.

Don Lorenzo.

¡Juana!... ¡Mi segunda madre!... ¡La que durante veinticinco años fue, para mí, madre verdadera! Pero ¿qué hablabas de perdón? ¿Qué de transigir con el mal? Ni perdonar es transigir, ni de mi perdón ha menester la pobre anciana. ¡Ella..., ella ser capaz!... ¡Imposible!

p. 18

Don Tomás.

No tan imposible. Cuando la doncella que guardaba las joyas de tu madre dio parte al juez de la pérdida del magnífico medallón de brillantes, y se hicieron las primeras investigaciones, Juana negó tenerlo; y, sin embargo, averiguose que ella lo había arrancado de tus manos al perder tú el sentido, y dos días después fue sorprendida al dejar el medallón tras unos jarrones de porcelana. Redújosela a prisión, fue condenada, en cárcel infamante sufrió la pena de su delito, y solo tus influencias y tus eficacísimas recomendaciones pudieron devolverle, ya que no la honra perdida, la libertad al menos.

Don Lorenzo.

(Con exaltación). Y bien, yo digo que Juana acusada, que Juana en el banquillo del reo, que Juana en infamante reclusión, es inocente, y que la justicia humana se equivoca.

Don Tomás.

Las apariencias...

Don Lorenzo.

Engañan no pocas veces.

Don Tomás.

Y ¿cómo se explica?...

Don Lorenzo.

Alguna explicación tendrá; algún misterio hay aquí que ignoramos.

Don Tomás.

(A Ángela). Ya se lanzó a caza de misterios, y en busca de explicaciones sobrenaturales para un hecho que, a mi modo de ver, tiene sencilla y natural explicación en la flaqueza humana.

Don Lorenzo.

Pues yo sé que mi pobre nodriza era incapaz de acción tan baja. Yo la hubiera defendido, a no impedírmelo la enfermedad que sufrí a la muerte de mi madre; y cuando libre ya la pobre mujer, desapareció, lágrimas de verdadero dolor vertí por ella. Dios sabe si con afán la busqué por todas partes; Dios sabe si deseaba que viniese a mí..., y ella..., cruel..., ¿por qué no vino? No, Juana, mi buena Juana, no morirás sin que yo te estreche en mis brazos, sin que te devuelva tu beso de despedida. (Con agitación p. 19creciente. Toca un timbre, y sale un criado de librea). ¡Hola! ¡El coche!... ¡Al momento, al momento! Voy a traerla a mi casa..., ahora mismo... ¿No es cierto, Ángela, que debo traerla? ¿No es cierto, Inés?

Ángela.

En todo caso es una obra de caridad.

Don Lorenzo.

¡Es una justísima reparación! (Sale un momento por la puerta de la izquierda).

Don Tomás.

¡Es lo más bueno..., pero lo más cándido! Y creerá como artículo de fe todo lo que esa pobre anciana le cuente. Y él mismo la ayudará a inventar cualquier historia extravagante. ¡Ay, Ángela! Tenemos que hacer un escrutinio en esa librería como aquel donoso y grande que hicieron el cura y el barbero en la del ingenioso hidalgo.

Ángela.

¡Ah, si yo pudiera! (Vuelve a entrar don Lorenzo en traje de calle).

Don Lorenzo.

Ea, en marcha: tú vienes conmigo para ayudarme a traerla. (A Tomás).

Don Tomás.

Siempre estoy a tus órdenes.

Don Lorenzo.

Pero ¿crees que pueda venir?

Don Tomás.

Muere la infeliz de consunción, y lo mismo puede expirar allá en su buhardilla, que sobre los almohadones de tu coche, que al entrar en este, para ella encantado palacio. Posible es, sin embargo, que la reanime la alegría y que gane algunas horas de existencia.

Don Lorenzo.

Pues vamos allá. Adiós, Ángela; adiós, Inés.

Inés.

Adiós... Y luego..., ¿verás... a la duquesa?... (Con mimo).

Don Lorenzo.

Sí, hija mía, iré más tarde. Tú puedes esperar, la pobre anciana no; ella es primero.

Ángela.

¿Y casándose mi niña, usted me responde de que no corre ningún peligro? (Aparte a don Tomás).

Don Tomás.

Los del matrimonio, señora, que no son pocos. (Tomás y Ángela salen por el fondo hablando en voz baja. Detrás don Lorenzo e Inés: esta le despide en la puerta).

p. 20ESCENA IV.

Inés.

Vuelve al centro del escenario, alegre como una niña, batiendo palmas.

Inés.

¡Hoy mismo hablará a la duquesa! Me lo ha prometido, y él es muy formal; cumple siempre lo que promete. Pues claro, le hablará; ¡y mi padre habla tan bien! Vaya, como que es un sabio. La convencerá de seguro. Pues si un hombre como él no supiera convencer a esa señora de que yo debo casarme con Eduardo, ¿de qué le servía haber estudiado tanto? ¿Para qué tener tantos libros en francés, y en italiano, y en alemán, y hasta en griego? ¡Ciencia más inútil! Pero ca: de la duquesa hará él lo que quiera. Además, dicen todos que ella es una santa. ¡Pues no! Como que es la madre de Eduardo. Una santa: lo dicen todos. Pues si siendo santa no me deja casar con Eduardo, ¡buena santidad te dé Dios! ¿Para qué le sirve su santidad? Nada, nada: nos casaremos: digo que nos casaremos. (Breve pausa). ¡Si parece mentira; si parece un sueño! ¡No, Dios mío, si es un sueño, que no despierte jamás! Pero no es un sueño. Este es el despacho de mi padre. Esos son sus librotes. (Acercándose a uno de los estantes). Newton, Kant, Hegel, Humboldt, Shakespeare, Lagrange, Platón, Santo Tomás... Claro, si fuera un sueño, no me acordaría yo de todos esos nombres, ni ¿qué sé yo de tan ilustres señores? (Mirando por el balcón). Cuando repito que no es un sueño: allá fuera la lluvia que cae, y cae, y cae... ¡Qué cosa tan alegre es la lluvia! ¡Parece que el aire se convierte en barritas de cristal! Y allí en el espejo me veo yo. (Se acerca al espejo con p. 21mimo y coquetería). Yo soy, yo misma, bien me conozco. Yo con mi cara ovalada, que dice Eduardo que es ¡de un óvalo tan perfecto!... ¡Vea usted qué gusto tiene! Y con mis ojos pardos, que dice Eduardo ¡que son tan hermosos! No, para mentir diciendo cosas agradables no hay otro como él. Verdad es que en este momento con la alegría y con el calor de la chimenea brillan mis ojos de un modo... Yo quisiera ser muy bonita; más bonita todavía... para él..., para él, que no viene... ¡Cuánto tarda! Ahora que deseo yo que venga no ha de venir... Ya verá usted como no viene. ¡Ah, los hombres, qué egoístas son y qué malos!

ESCENA V.

Inés, Eduardo.

Inés.

(Saliendo a su encuentro). ¡Eduardo..., Eduardo!

Eduardo.

¡Inés de mi vida!

Inés.

¡Vaya una hora de venir!

Eduardo.

Siempre vengo a las dos. (Con tono sumiso).

Inés.

Y son las tres.

Eduardo.

¡Es posible! (Mirando al reloj). No, vida mía, las dos menos cuarto.

Inés.

Las tres. (Con autoridad).

Eduardo.

(Enseñándole el reloj). Las dos menos cuarto. ¿Te convences? (Señalando el reloj de la chimenea) Y en ese, la misma hora.

Inés.

(Ofendida). Bueno, bueno; tú tienes razón. ¡Qué amante tan fino que me regatea los minutos; que a toda hora le parece temprano para venir, y a toda hora tarde para separarse de su Inés; que sujeta los latidos de su corazón al volante de su cronómetro!

Eduardo.

(Suplicante). ¡Inés!...

p. 22

Inés.

Vete... Vete... Si no son las dos todavía..., si faltan quince minutos... Te vas a la Carrera de San Jerónimo: das un paseo mirando la gente: y a las dos en punto vuelves.

Eduardo.

Inés...

Inés.

¡Si esa es la hora a que acostumbras venir! ¡Pues no faltaba más! ¿Qué diría el Observatorio astronómico si adelantases?

Eduardo.

Por Dios, perdóname..., he hecho mal.

Inés.

No, si quien ha obrado muy de ligero he sido yo. El deseo me adelantaba las horas... y tú, para castigarme, vas, y ¿qué haces? ¡Me pones delante de los ojos un cronómetro de Losada! (Haciendo con la mano el ademán brusco del que mete, como vulgarmente se dice, un objeto por los ojos). ¡Qué galán tan poético!

Eduardo.

Confieso mi culpa, y me arrepiento, y te pido mil veces perdón.

Inés.

Ya. ¿Lo confiesas? Más vale así.

Eduardo.

Es que venía tan contento, tan contento, con tanta alegría en el alma que ni supe lo que dije, ni aun ahora mismo sé lo que digo.

Inés.

Yo también fui injusta al acusarte, Eduardo; pero estaba tan alegre, tan alegre..., deseaba tanto que vinieses, que los instantes me parecían siglos.

Eduardo.

Has de saber, alma mía...

Inés.

(Sin escucharle). Tengo que darte una gran noticia.

Eduardo.

(Lo mismo). Que al fin somos dichosos.

Inés.

Ya lo creo: dichosos para toda la vida.

Eduardo.

¡Si parece mentira!

Inés.

Porque mi padre me ha prometido que hoy mismo, hoy mismo, ¿lo comprendes?... ¡Pero si no me escuchas!

Eduardo.

(Sin atenderla). Porque mi madre...

Inés.

¡Tu madre! ¿Qué?...

Eduardo.

Vendrá dentro de media hora a tratar de nuestro casamiento.

p. 23

Inés.

¿Ella?... ¿La duquesa?

Eduardo.

(Con solemnidad cómica). La señora duquesa de Almonte tendrá el honor de pedir a los señores de Avendaño esta blanca mano (cogiendo la mano de Inés) para su hijo don Eduardo; aunque Eduardito ya se apoderó de ella, ya la apretó contra su corazón, y no sería fácil que la soltase aunque no se la dieran.

Inés.

¿Ella..., ella va a venir?... Bien decían todos. ¡Si esa mujer es una santa!

Eduardo.

Esa mujer es mi madre: me quiere con todo su corazón, y esta mañana me abracé a ella llorando, y llorando en mis brazos, cedió a mi ruego. En mucho tiene los gloriosos hechos de sus antepasados; religioso culto rinde al honor y prefiriera mi muerte a mi enlace con quien en su nombre llevara la menor mancha; pero aprecia en lo que vale a don Lorenzo, sus glorias científicas, que glorias son también; su...

Inés.

Bueno, bueno: basta ya de historias. De todo ello se deduce que vendrá hoy mismo, que nos casaremos muy pronto y que seremos muy felices, ¿no es verdad? Pues esto es lo que importa: es decir, lo que a mí más me importa: no sé si tú...

Eduardo.

Ingrata, ¿dudas de mí?

Inés.

No dudo; pero no es poca dicha que tu madre haya cedido, porque si no... Tú me quieres mucho, ya lo sé..., pero tu... A una madre se le debe respeto..., y si ella te hubiera dicho que no, como buen hijo que eres, ¿no es verdad, Eduardo?, no le hubieras dado un disgusto; y con mucho dolor de tu alma hubieras dejado a esta pobre Inés que te ama..., ¡ no lo oigas ingrato; que no lo oiga nadie!..., que te ama tanto, que sin ti..., ¡mira si es locuela!, se hubiera muerto de dolor.

Eduardo.

¡Inés mía!

Inés.

Conque ya ves si debo estar agradecida a tu madre; p. 24porque no es a ti, es a ella, a quien debo mi felicidad.

Eduardo.

¡Cruel! ¿Sabes tú lo que yo hubiera hecho ante los obstáculos, lo sabes tú?

Inés.

Sí; ceder, dejarme.

Eduardo.

Eso nunca; por nada, por nadie.

Inés.

Júramelo.

Eduardo.

¡Te lo juro por lo más sagrado!

Inés.

¡Cuánta dicha!

Eduardo.

¡Qué felicidad!

ESCENA VI.

Inés, Eduardo, Juana, don Lorenzo, don Tomás.

Juana aparece en la puerta del fondo, sostenida por Lorenzo y Tomás: se detiene un instante para tomar aliento y después avanza. Viste traje de color oscuro y muy pobre.

Eduardo.

(Volviéndose). ¡Qué grupo tan sombrío! ¿Por qué viene esa negra nube a empañar el azul de nuestro cielo?

Inés.

Es Juana: la nodriza de mi padre: ya verás qué novela: luego te la contaré.

Don Lorenzo.

Despacio, despacio, Juana.

Juana.

¿Quién es aquella señorita?

Don Lorenzo.

Inés, mi hija. Acércate, Inés. (Inés se aproxima. Eduardo la sigue).

Juana.

¡Qué hermosa! ¡Un ángel me parece! Que al cerrar yo los ojos para siempre vea un ser como tú a mi lado y será que estoy en el cielo.

Don Lorenzo.

Otro paso más.

Don Tomás.

Un esfuerzo todavía: el último. (Llegan hasta el sofá y en él sientan a Juana, quedando todos a su alrededor).

Juana.

Quisiera darle un beso. (Señalando a Inés. Inés se acerca aún más: Juana le coge una mano y la atrae a sí). No..., tu p. 25mano abrasa y mi aliento hiela..., no he de besarte..., fuera mi beso el beso de la muerte. (La separa dulcemente de sí y le suelta la mano). Con el pensamiento te besaré..., con los labios no.

Don Tomás.

(En voz baja a Inés y Eduardo). Vámonos. La pobre mujer desea hablarle a solas. (A Juana). Hasta luego y buen ánimo: acabaron ya las penas.

Juana.

Las de este mundo, sí.

Inés.

¡Pobre mujer! (Deteniéndose un momento para mirarla).

Eduardo.

Ven, Inés mía. (Salen Tomás, Inés y Eduardo por la derecha).

ESCENA VII.

Don Lorenzo, Juana.

Juana.

¿Se fueron ya? (Después de una pausa).

Don Lorenzo.

Sí, mi querida Juana; ya estamos solos.

Juana.

Al fin..., al fin llegó este instante tan deseado. Todo llega..., pero todo pasa. Oye, Lorenzo; la vida se va..., se va muy aprisa y antes he de decirte muchas cosas. Lo primero, que soy inocente; que yo... no pensé..., que yo... no quise..., que yo... (Acongojándose).

Don Lorenzo.

Lo sé, Juana..., lo sé.

Juana.

No lo sabes. Todo está contra mí..., todo.

Don Lorenzo.

Por Dios, no te agites: olvida, descansa.

Juana.

¿Olvidar? Sí, pronto olvidaré. ¿Descansar? Me queda tanto tiempo para descansar, que hoy quiero vivir..., aunque sufra, aunque llore..., quiero llevarme a la fosa lágrimas y besos y sollozos... para llenar aquel silencio y aquella soledad con algo que recuerde la vida. (Pausa). Por eso quisiera decirte una cosa... Pero ¿cómo, sin prepararte?, ¿cómo, sin que antes de la revelación venga la duda, y antes de la duda la sospecha, y antes de la sospecha el presentimiento, y antes del presentimiento ese no sé qué, sombra que p. 26proyecta en el alma algo que allá a lo lejos viene?... Tú no me comprendes, ni yo sé explicarme, aunque hace cuarenta años que estoy siempre con la misma idea: mira tú si yo debía explicar bien estas cosas.

Don Lorenzo.

Di lo que quieras; pero sin agitarte.

Juana.

Sí; lo diré. ¿Cómo he de morir yo sin decírtelo? En primer lugar, para que te convenzas de que yo no fui una miserable... la... dro... na... (Ocultándose el rostro).

Don Lorenzo.

Calla, calla... No pronuncies esa palabra.

Juana.

Y además..., porque abrirte mi corazón es el último consuelo que me resta. Perdóname, Lorenzo. ¡Los que van a morir son tan egoístas! Para ti será dolor horrible... lo que para mí ha de ser suprema dicha.

Don Lorenzo.

¿Cómo puede ser para mí dolor lo que es dicha para ti, mi buena Juana?

Juana.

¿Cómo puede ser?... Pues lo será; lo será, hijo mío... ¡Hijo mío!... Permíteme que te dé este nombre. ¿No te enfadas, verdad?

Don Lorenzo.

¡Por Dios, Juana!

Juana.

Bueno... Pues yo te llamaré hijo... y tú me llamas madre... Llámame madre. Alégrese el cielo o regocíjese el infierno, has de llamarme madre.

Don Lorenzo.

¡Madre mía!

Juana.

No..., así no..., no es de ese modo. ¡Cruel! (Arrojándose a Lorenzo para abrazarle, pero conteniéndose y cayendo en el sofá). ¡Insensata!

Don Lorenzo.

¡Pobre mujer! Delira.

p. 27ESCENA VIII.

Juana, don Lorenzo, Inés.

Inés entra corriendo y muy contenta por el fondo y se acerca a su padre. Viene agitada y apenas articula las palabras.

Inés.

Padre..., Padre... La duquesa... viene..., viene... ¿no adivinas?

Don Lorenzo.

¿Ella?

Inés.

Sí... Para tratar de aquello... Eduardo ha vencido.

Don Lorenzo.

¡Qué felicidad! ¡Inés mía!... Al fin quiso Dios...

Inés.

¿Estás contento?

Don Lorenzo.

¿Y tú? (Abrazándola).

Inés.

Yo..., si tú lo estás... Conque vamos..., vamos pronto.

Juana.

(Cogiéndose a Lorenzo). No..., no quiero que vayas; no has de dejarme.

Don Lorenzo.

Voy al instante. (A Inés).

Inés.

No tardes... Que no tardes... Si se ofende...

Don Lorenzo.

No temas: que la reciba Ángela allá en el salón... con toda solemnidad. Llevaré a Juana a su cuarto y saldré en seguida. (Sale Inés por el fondo).

ESCENA IX.

Juana, don Lorenzo.

Don Lorenzo.

(Queriendo llevarla, pero ella se resiste). Vamos, Juana, ven a descansar; luego hablaremos cuanto quieras.

Juana.

Luego no. ¿Y si muriese antes?

Don Lorenzo.

No pienses tal cosa. (Con impaciencia).

Juana.

Veinte años ha que no te veo, y ahora no me dejan estar contigo ni un solo instante. ¡Son muy crueles!

Don Lorenzo.

Después, mi buena Juana. (Queriendo levantarla).

p. 28

Juana.

¿Y tú también quieres irte?... ¡Tú también! ¡Ah!, yo haré que te quedes conmigo.

Don Lorenzo.

¡Juana!

Juana.

Oye... esto no más; después vete, si quieres: yo, yo misma cogí el medallón.

Don Lorenzo.

¿Tú?

Juana.

Sí.

Don Lorenzo.

¿Para qué?

Juana.

Para que tú no lo vieses.

Don Lorenzo.

Y ¿por qué?

Juana.

Porque dentro había un papel, y en ese papel escritas por tu madre unas palabras, y esas palabras no quería yo que tú las leyeras.

Don Lorenzo.

Y ¿qué palabras eran?

Juana.

Estas: de memoria las sé: «Lorenzo, hijo mío; en el relicario que está a la cabecera de mi cama hay oculto, y en sobre cerrado, un pliego. Cuando yo muera, ábrelo, lee lo que en él, durante una noche de remordimiento, escribí, perdóname y que Dios te inspire».

Don Lorenzo.

«¡Perdóname y que Dios te inspire!» ¿Decía? (Con extrañeza).

Juana.

Sí.

Don Lorenzo.

Y además, he oído no sé qué de remordimiento. (Con creciente curiosidad).

Juana.

Remordimiento era la palabra. Ahora vete si quieres.

Don Lorenzo.

(Pensativo). No. (Pausa). ¿Y ese pliego?

Juana.

Que tu madre lo había escrito, no era un misterio para mí; dónde estaba oculto, he ahí lo que ignoraba. Que algo encerró en el medallón, bien me lo dijo mi tenaz vigilancia; y lo que el papel contenía bien lo adivinaron mis recelos. Por eso cogí el medallón. Era mi legítima presa: me había costado aquel secreto veinte años de lágrimas y de dolores que ni más amargas ni más intolerables se conciben.

Don Lorenzo.

¡Perdón..., remordimiento..., un secreto..., mi madre!... p. 29No adivino lo que quieres decir... Sombras confusas pasan por mi mente..., y así como relámpagos de angustia por mi corazón. Tú deliras, y me haces delirar.

Juana.

No.

Don Lorenzo.

¿Pero aquel pliego oculto en el relicario?...

Juana.

Fue mío, y tú no lo viste, porque no debías verlo. Como tu madre iba a morir, a ella ¿qué le importaba? Bien te lo dije: nada hay más egoísta que la muerte.

Don Lorenzo.

¿Pero ese pliego?

Juana.

Yo lo tengo.

Don Lorenzo.

¿Aquí?

Juana.

Aquí: (Llevando la mano al pecho) aquí: mira, es una hoja no más de papel, y sin embargo, ¡me pesa tanto sobre el corazón!

Don Lorenzo.

Pues he de verlo.

ESCENA X.

Juana, don Lorenzo, don Tomás por el foro.

Don Tomás.

¡Lorenzo... Lorenzo!...

Don Lorenzo.

¿Qué? (En tono brusco e impaciente). ¿Qué quieres?

Don Tomás.

Ha llegado la duquesa.

Don Lorenzo.

Sea en buen hora.

Don Tomás.

(Aparte). ¡Qué tono! (En voz alta). Ven a recibirla.

Don Lorenzo.

Ya iré.

Juana.

¡No me dejes, por Dios! ¡Por la salvación de tu alma! (En voz baja). Si supieras...

Don Tomás.

¿Vienes?

Don Lorenzo.

Sí..., pero..., pero no me hostigues... Digo que iré.

Juana.

No te vayas... y te lo diré todo..., todo. Te daré ese pliego..., el que escribió tu madre hace veinte años..., es su letra..., es su firma..., tú verás..., pero no me dejes.

Don Tomás.

(Cada vez más impaciente). ¡Vamos, Lorenzo!

p. 30

Don Lorenzo.

Ya he dicho que iré..., iré luego... Yo sé cuándo debo ir. Ahora vete. (Aparte a Juana). Dame el pliego.

Juana.

Cuando se marche ese hombre. (Aparte a Lorenzo).

Don Lorenzo.

¡Vete! (Con violencia).

Don Tomás.

Pero la duquesa...

Don Lorenzo.

Que espere. ¿No hace ella esperar a nadie en sus antesalas? Pues mejores que las suyas son las mías.

Don Tomás.

¿Estás en tu juicio?

Don Lorenzo.

En el mío, sí; en el tuyo, no, que mal estuviera. Vete pronto.

Don Tomás.

¿Qué tienes, Lorenzo? (Acercándose a él con interés).

Don Lorenzo.

Nada, nada..., cansancio de oírte... ¡Déjame por Dios santo!

Don Tomás.

Bueno..., bueno..., pero, Señor, ¿qué le pasa a este hombre?

ESCENA XI.

Don Lorenzo, Juana.

Don Lorenzo.

¡Ya estamos solos!

Juana.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

¡Qué! ¿Dudas? ¡Mira que te dejo!... ¡Prometiste darme ese papel! La ventura de mi hija me espera allí; y, sin embargo, una mano de hierro, la férrea mano de la implacable fatalidad, me tiene a tu lado. Considera, Juana, si estoy decidido a averiguar ese secreto.

Juana.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

¡El papel!... ¡Pues que para mí lo escribió mi madre, es mío!

Juana.

No te incomodes conmigo, Lorenzo de mi alma. Aquí está... Este es... (Sacándolo del pecho).

Don Lorenzo.

Venga... (Queriendo cogerlo).

Juana.

Espera..., espera..., yo misma he de leerlo..., leeré más p. 31despacio que tú..., y de este modo... lo que... aquí dice no se te entrará de un golpe por los ojos...

Don Lorenzo.

Pues lee. ¡Vamos!

Juana.

Sí, Lorenzo mío; pero no mires; oye no más. (Colocándose de modo que Lorenzo no vea lo escrito en el papel). «Lorenzo, hijo mío, perdóname». (Leyendo).

Don Lorenzo.

¡Otra vez!

Juana.

(Sigue leyendo). «Conozco que se acerca el fin de mi vida, y los remordimientos han hecho presa en mí». (Pausa).

Don Lorenzo.

¡Sigue!

Juana.

«Quisiera decirte la verdad, y te amo demasiado para decírtela. Lee en estos reglones que mancho con mis lágrimas el secreto de tu existencia, y hágase después tu voluntad».

Don Lorenzo.

¡El secreto de mi existencia! ¡Dame! (Queriendo coger el papel).

Juana.

No.

Don Lorenzo.

¿Qué pesadilla es esta, Juana? ¿Qué círculo de hierro has puesto sobre mi frente que con intolerable presión me oprime las sienes?... Dame...

Juana.

¡No, por Dios!

Don Lorenzo.

¡Ha de ser! (Cogiendo el papel y leyendo con horrible angustia). «Tu padre era rico, muy rico; por millones, por muchos millones se contaba su caudal; yo era pobre: no tuvimos hijos». ¡No tuvimos hijos, dice!

ESCENA XII.

Don Lorenzo, Juana, Ángela, después Eduardo.

Ángela.

(Entrando precipitadamente). ¡La duquesa!...

Don Lorenzo.

(Da un grito de ira. Juana le arranca el papel y lo oculta). ¡Otra vez! ¡Vete!... ¿A qué vienes?

Ángela.

Lorenzo..., Lorenzo...

p. 32

Eduardo.

(Entrando precipitadamente). ¡Don Lorenzo!

Don Lorenzo.

¿Tú también? ¡Idos!... ¡Idos todos!

Ángela.

¿Qué es esto, Dios mío? ¿Qué es esto? ¿Qué tienes, Lorenzo? Vuelve en ti.

Don Lorenzo.

Idos... Idos..., os lo suplico..., si es preciso de rodillas..., pero dejadme... ¡Ah! ¡El egoísmo humano!... ¡Piensan que no hay más que sus pasiones y sus intereses! ¡Tomás!... ¡Ángela!... ¡Eduardo!... ¡La duquesa!... ¡Todos! ¡Ah! ¡La gota de agua sobre el cráneo!

Eduardo.

Es que mi madre viene...

Ángela.

Es que la duquesa, impaciente de esperar, viene aquí...

Eduardo.

Dice que quiere buscar al sabio en su antro.

Don Lorenzo.

¡Pues que venga, pero vosotros dejadme! ¡Dejadme..., o me volveré loco de desesperación!

Ángela.

No, imposible: su madre de usted no puede verle en tal estado. (A Eduardo).

Eduardo.

Venga usted, Ángela; venga usted. Ganemos tiempo, detengámosla en la galería, y a ver si entretanto logra Inés calmarle. (Salen Ángela y Eduardo por el foro).

ESCENA XIII.

Don Lorenzo, Juana.

Don Lorenzo.

¡El papel!... Ese papel funesto, ¿dónde está?... Tú lo tienes...

Juana.

Sí. (Sacando el papel).

Don Lorenzo.

Pues dámelo... ¡No tuvimos hijos, decía! (Procurando leer, pero sin conseguirlo). ¿Dónde está?... ¡No sé! ¡No veo las letras! ¡Una nube me pasa por delante de los ojos! ¡No tuvimos hijos!... ¡No puedo!... ¡No puedo!... p. 33Lee tú..., por favor... (Juana toma el papel). Ahí..., ahí... donde dice «¡No tuvimos hijos!».

Juana.

(Leyendo). «Sabía mi esposo que una enfermedad incurable minaba rápidamente su existencia. El infeliz llevaba la muerte en el corazón. Loco de amor, quiso asegurarme toda su fortuna, y yo... hice mal, ahora lo conozco, hice mal porque él tenía padre, pero yo..., perdóname, Lorenzo, tú que eres tan bueno y tan honrado; yo acepté». (Pausa).

Don Lorenzo.

Sigue... Sigue...

Juana.

«Buscamos un niño..., no puedo, no puedo escribir más. Juana conoce este secreto. Juana te lo dirá todo. Una vez más te ruego que me perdones. Adiós, Lorenzo mío, y que él te inspire. Te he querido como a hijo, aunque no lo has sido nuestro».

Don Lorenzo.

¡Yo! ¡Yo! ¡Yo no era!... ¿Qué dice?... ¡Yo no era su hijo! ¡Yo llevo un nombre que no es mío! ¡Cuarenta años ha que gozo bienes ajenos! ¡Yo lo he robado todo!... ¡Posición social, apellido, riquezas! ¡Todo, todo! ¡Hasta las caricias de mi madre, porque no era mi madre!... ¡Hasta sus besos, porque yo no era su hijo!... ¡No! ¡Esto no es posible!... ¡Yo no soy tan miserable!... ¡Juana..., Juana..., por Dios vivo que me digas la verdad! Mira; ya no es por mí: sea de mí lo que Dios quiera: es por mi familia..., por esas desdichadas mujeres..., es por mi hija... por mi Inés de mi vida..., que se morirá..., ¡y yo no quiero que se muera! (Llorando con desesperación).

Juana.

Es verdad, sí; pero, calla... ¿Qué importa, si nadie lo sabe?

Don Lorenzo.

Pero ¿es verdad?

Juana.

Lo es. (En voz muy baja).

Don Lorenzo.

¡Pues parece mentira! ¡Aquella mujer que tanto me amaba no era mi madre!

Juana.

No. ¡Tu madre te amaba más!

p. 34

Don Lorenzo.

Pues ¿quién era?

Juana.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

¿Cómo se llama?

Juana.

Mírame sin cólera y te lo diré.

Don Lorenzo.

¿Dónde está?

Juana.

¡Luchando con las torturas de un infierno!

Don Lorenzo.

¿Murió también?

Juana.

¡Muriendo está! (En la última parte de este diálogo, Juana se levanta, y ella y Lorenzo forman un grupo agitado, ardiente, delirante. Al pronunciar ella la última frase, cae de nuevo y sin fuerzas en el sofá).

Don Lorenzo.

¡Juana!

Juana.

(Retorciéndose de angustia). ¡¡No, ese nombre, no!!

Don Lorenzo.

¡¡Madre!!

Juana.

¡¡Sí..., ese nombre, sí, hijo mío!! (Se levanta de nuevo por arranque supremo, y se abraza a Lorenzo).

ESCENA XIV.

Don Lorenzo, Juana, don Tomás.

Don Tomás.

Ya está ahí..., ya llega...

Juana.

(Desprendiéndose de los brazos de Lorenzo). Déjame..., vienen..., vienen..., que no me vean...

Don Lorenzo.

¡No..., espera..., yo no sé qué voy a decirte... pero tengo que decirte muchas cosas!...

Juana.

Luego... Adiós... ¡Ya puedo morir! ¡Le llamé hijo! (Juana se dirige lentamente a la puerta de la derecha: Lorenzo la sigue: Tomás en observación en el fondo).

Don Lorenzo.

No, todavía no... (Juana desaparece tras los cortinajes; Lorenzo quiere entrar; Tomás acude desde el fondo y le detiene a la fuerza, cerrándole el paso y obligándole a retroceder. La actitud de Lorenzo en esta escena y en la siguiente queda encomendada al talento y a la inspiración del actor).

p. 35ESCENA XV.

Don Lorenzo, Ángela, Inés, Duquesa, Eduardo, don Tomás.

Los nuevos personajes vienen por el foro.

Duquesa.

¿El señor de Avendaño? (Con exquisita cortesía. Pausa).

Don Lorenzo.

¡Avendaño!... ¡Avendaño!... No sé dónde está, señora. (Con voz triste y sombría, y con cierta distracción).

Ángela.

¿Qué dice? (Aparte).

Inés.

Pero ¿qué es esto, Dios mío? (Aparte).

Duquesa.

Comprendo, señor de Avendaño, el disgusto que mi presencia le causa... Vengo a arrebatarle la prenda más querida de su alma (Señalando a Inés), y no extraño en verdad que me trate usted como a enemiga. (Con dulzura).

Don Lorenzo.

¡Enemiga mía es la suerte, nadie más!

Inés.

Pero ¡Dios mío! (Aparte).

Duquesa.

Tiene usted razón: encarnizada enemiga es de los padres.

Don Lorenzo.

¡Y más aún de los hijos!

Duquesa.

No lo niego; pero en fin, leyes divinas son estas que gobiernan los dolores humanos, y fuerza es respetarlas. (Procurando dar otro giro a la conversación, pero sin conseguir dominar su extrañeza).

Don Lorenzo.

¡Ay, señora, que esas leyes divinas son más crueles a veces que si fueran obras de la crueldad humana! (La Duquesa hace un vivo movimiento de impaciencia. Eduardo se acerca a ella; Inés a su padre: Ángela y Tomás observan con asombro).

Inés.

(Aparte a don Lorenzo). ¡Por Dios, padre!

Eduardo.

(Aparte a la Duquesa) ¡Madre, madre, por mí!

Duquesa.

(Con altivez y entonación un poco seca). Soy madre; adoro a mi hijo; sé que su felicidad es imposible si no la p. 36comparte con esta señorita; y a perder un hijo, prefiero tener dos.

Inés.

¡Ves qué buena, padre mío! (Aparte a don Lorenzo).

Don Lorenzo.

¡Perder un hijo es horrible desdicha!

Duquesa.

¿Quiere usted dar al mío el nombre de hijo también? (Con dulzura y adelantándose hasta don Lorenzo).

Inés.

(Con angustia y en voz baja). Contesta, padre.

Don Lorenzo.

(Se queda mirando a su hija, le coge la cabeza entre las manos y de nuevo la contempla con pasión). ¡Qué hermosa eres! ¡Imposible parece que tú no puedas más que la ley del honor!

Duquesa.

(Sin poder ya dominarse). En suma, señor de Avendaño: ¿quiere usted que mi hijo, el duque de Almonte, dé su nombre a la señorita Inés?

Don Lorenzo.

(Con sublime violencia). ¡Si yo fuera un infame, buena ocasión de dar nombre ajeno a quien no lo tiene propio!

Inés.

¡Padre!

Ángela y don Tomás.

¡Lorenzo!

Duquesa.

He de confesar lealmente que ni comprendo sus contestaciones de usted, ni su actitud, que es muy otra de lo que yo esperaba, y me limito a preguntarle por última vez: ¿acepta usted?

Don Lorenzo.

Yo soy un hombre honrado: la desgracia podrá vencerme, no mancharme. Señora duquesa de Almonte, ese matrimonio es imposible.

Duquesa.

¡Ah! (Sintiéndose herida, y retrocediendo un paso).

Inés.

¿Qué dices?... ¡Padre!... ¡Imposible!

Don Lorenzo.

¡Imposible, sí!... ¡Porque no soy Avendaño; porque mis padres no eran mis padres; porque esta casa no es mi casa; porque no puedo darte, hija de mi alma, más que un nombre escarnecido y manchado; porque soy el más infeliz de los hombres y no quiero ser el más miserable!

p. 37

Inés.

¡Padre, padre!... ¿Por qué me matas? (Cae en el sofá).

Ángela.

¿Qué has hecho, insensato?

Don Lorenzo.

¡Inés!... ¡Inés!... ¡Venciste, Dios mío, pero ten compasión de mí! (Todos rodean a Inés).

FIN DEL ACTO PRIMERO.


p. 39

ACTO SEGUNDO.


La misma decoración del acto anterior. Es de noche. La chimenea está encendida: hay una vela con pantalla sobre la mesa de despacho.

ESCENA PRIMERA.

Eduardo.

Aparece escuchando a la puerta de la derecha; después viene al centro.

Eduardo.

Nada se oye. ¿Habrá vuelto en sí? ¡Oh, Dios mío, y en esta vida, qué cerca de la vida está la muerte! (Pausa). ¡Y piensan que he de renunciar a mi adorada Inés! ¡Suponen que yo he dar crédito a esa ridícula historia que don Lorenzo refiere! ¡Pobre sabio!, ¿qué sabe él lo que se dice? (Breve pausa). Y aun siendo cierto lo que afirma, ¿dejaría de ser Inés la más hermosa y la más amante de las mujeres? Será mía aunque tenga que arrastrarme a los pies de mi madre y regarlos de lágrimas: cederá don Lorenzo aunque tengamos que ponerle una mordaza y una camisa de fuerza; y esa pobre mendiga, que con sus delirios contagió al desatentado filósofo, se irá de aquí, se irá lejos, muy lejos de nosotros. ¡Con tal que Inés resista el golpe que recibió de su padre! (Acercándose otra vez a la puerta y escuchando). Nada..., nada: silencio, siempre el mismo silencio. (Volviendo al centro del escenario). Su padre... ¡Ah, su padre! Dios me perdone, p. 40pero casi le aborrezco. (Exaltándose por grados). ¡Insensato, y cómo se complacía en torturarla! ¡Su padre, sabio sin seso, ateo con pujos de santidad, nuevo don Quijote con el ingenio de menos y la pedantería de más, falso caballero Bayardo de la honradez! ¿Qué padre es ese que desgarrando el corazón de una hija pretende ganar reputación de virtud? ¡Fuera la virtud así, y me pareciera más simpático el crimen! Nadie viene..., y pasan las horas... Alguien se acerca.

ESCENA II.

Eduardo, Duquesa por la derecha.

Eduardo.

¡Madre mía!... ¿Inés, cómo está Inés?... ¿Ha vuelto en sí?

Duquesa.

Al fin, a Dios gracias. ¡Pobre niña! No he querido marcharme hasta que pasara el peligro; pero ya está bien. Y ahora, hijo mío...

Eduardo.

Ahora he de verla.

Duquesa.

¡Eduardo!

Eduardo.

Y después hemos de hablar a don Lorenzo; y después...

Duquesa.

Y después has de concluir con mi paciencia. He hecho por ti cuanto el decoro, la dignidad y los respetos sociales me han permitido, y algo más; pero ha llegado el instante de que te muestres hombre, de que recuerdes quién eres, y de que escuches la voz del deber.

Eduardo.

Bien dices: haré lo que hacer deba; pero no sé, y perdóname, madre mía, si entendemos el deber del mismo modo.

Duquesa.

Debes renunciar a Inés para siempre.

Eduardo.

¿Por qué? ¿Porque es pobre?

p. 41

Duquesa.

No es eso.

Eduardo.

Entonces ¿por qué, madre mía? ¿Porque don Lorenzo intenta tan sublime acción que, si la realiza, ha de eternizarse su nombre en libros y en historias, y hasta quién sabe si alcanzará puesto en el calendario?

Duquesa.

Buen humor gastas, y no es esta mala señal.

Eduardo.

Quiero probarte que conservo toda mi sangre fría. Y por lo demás, a don Lorenzo hay que tomarle en broma, o hay que encerrarle en una casa de orates.

Duquesa.

No digas esas cosas, Eduardo: no me gusta que hables de ese modo. Aunque hay algo de exagerado, no poca precipitación, y cierto alarde melodramático en los proyectos de don Lorenzo, no puede desconocerse que su conducta es la de un hombre de bien.

Eduardo.

Porque se goza en la desventura de su hija.

Duquesa.

Porque cumple leyes divinas sin respeto a pasiones humanas.

Eduardo.

Pues si tan honrado es don Lorenzo y el brillo de acciones nobles se hereda, rico en nobleza heredada viene a ser el ángel de mi vida.

Duquesa.

Y rico en heredada deshonra también. (En voz baja con energía, y acercándose a su hijo). Inés no tiene un nombre bueno o malo que llevar, porque se ignora cuál es el de su padre, y el de esa mujer está en los infames registros de una casa de corrección por delito de robo.

Eduardo.

¡Calla!

Duquesa.

Ser nieta de una humilde nodriza, cómplice de usurpación de estado civil, es el bello ideal de esa pobre niña, si lo que don Lorenzo afirma es cierto. Será tal vez exceso de orgullo aristocrático rehusar tan noble alianza, pero así me han hecho las que tú, educado a la moderna, consideras rancias preocupaciones.

p. 42

Eduardo.

Pues bien, madre. Yo amo a Inés.

Duquesa.

Loco estás, hijo mío.

Eduardo.

Locura dicen que es el amor; conque no es maravilla que lo esté.

Duquesa.

Sí, lo estás, y a mí misma me haces perder el juicio.

Eduardo.

¿Prefieres perderme a mí?

Duquesa.

Basta, Eduardo: salgamos de esta casa donde en mal hora entraste por vez primera.

Eduardo.

Pero dime; ¿no es Inés un ángel?

Duquesa.

Ángel del cielo me pareció la pobre niña al llegar; ángel de dolor, al dejarla.

Eduardo.

¿No confiesan todos que don Lorenzo es un sabio, y no dices tú que es un santo?

Duquesa.

Injusticia fuera negarle clarísimo talento y honradez intachable.

Eduardo.

¿Luego no está el mal en ellos?

Duquesa.

No lo está.

Eduardo.

Pues el escándalo ¿no puede evitarse? (Acercándose a su madre, y en voz muy baja). ¿Quién conoce esa desdichada historia, verdadera o falsa, que más falsa que verdadera me parece? Nosotros..., y callaremos. Don Tomás, y es como de la familia. Esa infeliz mujer, y en breves horas un eterno silencio sellará sus labios. Don Lorenzo, y al fin es padre y hará por su hija lo que tú no quieres hacer por mí. ¡Oh, madre mía!, ¿a qué buscar la desesperación y la muerte cuando está la dicha en nuestras manos?

Duquesa.

Pero ¿lo ves, desdichado? ¿Ves cómo el contacto del crimen pervierte los más nobles caracteres? ¿No conoces que me propones una infamia, que me quieres hacer cómplice de una felonía? Dios mío, ¿qué han hecho de mi hijo que tales cosas dice y tales ideas acaricia?

Eduardo.

Pero ¿quién habla de infamias ni quién propone felonías? p. 43¿Es que don Lorenzo nos hace a todos perder la razón, o es que te deleita mi martirio?

Duquesa.

Pero ¿no hablabas de evitar el escándalo con el silencio?

Eduardo.

Sí.

Duquesa.

¿Pues entonces?...

Eduardo.

Escucha, madre, lo que yo dije o lo que quería decir. Si la historia de don Lorenzo es cierta, que lo dudo, se busca con sigilo y con cautela a los legítimos herederos de esa maldecida fortuna, y de ella se les hace donación en cualquier forma.

Duquesa.

Pero ¿con qué pretexto?

Eduardo.

Para pedir no fuera fácil encontrarlo; para dar no temas que nos falten y todos han de parecer igualmente buenos al que reciba.

Duquesa.

Pero Inés llevará un nombre que no le pertenece.

Eduardo.

Llevará el mío, que vale por todos.

Duquesa.

¡Ah, en eso razón tienes! Pero don Lorenzo...

Eduardo.

Déjale en paz, que harto tiene que hacer con sus filosofías. Pensemos en nosotros, y piensa que todo, todo puede arreglarse si tú consientes. Una palabra tuya da la vida a la pobre Inés: nueva vida me da, que con tu crueldad me arrancabas la que me diste con tu amor; devuelve la dicha a esta infeliz familia; y sin escándalo, ni ostentación, ni aparatoso alarde pasan a sus legítimos dueños las usurpadas riquezas. ¿Dónde están aquí la infamia y la felonía?

Duquesa.

Me fascinas, Eduardo, no sé qué decirte; pero una voz interior me advierte que esto no es lo justo ni lo recto; que la ficción nunca es preferible a la verdad; que en don Lorenzo, a pesar de sus delirios, triunfa el deber; que en ti, a pesar de tus argucias, la pasión triunfa.

Eduardo.

Pero ¿por qué? Contéstame.

Duquesa.

No sé discutir contigo, Eduardo.

p. 44

Eduardo.

Lo que no sabes es quererme.

Duquesa.

¡Que no te quiero! ¡Cruel! ¡No lo crees tú al decirlo, pero el corazón se me oprime al escucharlo!

Eduardo.

Pues cede.

Duquesa.

¡Hijo mío, por Dios!

Eduardo.

Vas a ceder, bien lo veo: tu frente está pálida: en tus ojos hay lágrimas: tiemblan tus labios. (Con voz cariñosa). Es que ya se agitan para decirme que sí; ¿y por qué no? En lo que yo he pensado ¿hay alguna cosa que no armonice por manera absoluta con ese ideal de perfección moral que tú y don Lorenzo acariciáis? ¿Hay en mi plan algo malo?

Duquesa.

Sí, Eduardo.

Eduardo.

¡Será tan poco! ¡Un átomo, una sombra, un escrúpulo! ¿Y no merezco yo la pena de un pecadillo venial? Busca en el pueblo, a quien a veces tratas con harto desdén y del que te separa como abismo profundo tu aristocrática educación, busca una madre y pregúntale si por la vida de su hijo no ahogaría en un grito de amor todos esos refinamientos de conciencia.

Duquesa.

¡Es que lo que otra madre haga soy yo capaz de hacerlo! (Con apasionado arranque).

Eduardo.

(Abrazándola). ¡Gracias, gracias, madre mía!

Duquesa.

Pero...

Eduardo.

Lo has dicho, lo has dicho. (Sin dejarla hablar). Y además tal vez nada de esto sea necesario. ¿Quién nos asegura que la historia de don Lorenzo es cierta? ¿Qué pruebas materiales hay? Ninguna, que sepamos. El dicho de una mujer que agoniza y delira. ¿Y esto basta?

Duquesa.

No, en verdad.

Eduardo.

Pues ni aun esto tenemos: porque todavía don Tomás no ha podido interrogar a Juana. ¿Sabemos si ella lo dijo o si don Lorenzo lo soñó? ¡Ah, la cabeza de don Lorenzo no está segura!

p. 45

Duquesa.

No lo está, no.

Eduardo.

¡Qué exaltación, qué extravío!

Duquesa.

Yo pensé que se había vuelto loco.

Eduardo.

Y lo estará. Estos sabios concluyen por locos todos ellos. El mismo don Tomás reconoce, la misma Ángela confiesa que don Lorenzo no discurre como otros hombres.

ESCENA III.

La Duquesa, Eduardo, Ángela por la derecha.

Ángela.

Por Dios, señora, no nos deje usted todavía. Inés quiere verla; la llama a usted anegada en llanto: usted es su único consuelo.

Duquesa.

¡Pobre niña!

Ángela.

Dejó el lecho sin que pudiéramos evitarlo, porque su agitación nerviosa es tal que infunde miedo, y quiso venir a buscar a usted, pero le faltaron las fuerzas. Vaya usted, por Dios, duquesa, a consolar a mi hija: a usted que es madre cariñosa, otra madre muy desgraciada se lo ruega.

Eduardo.

¿Y le vas a decir que todavía hay esperanza, que todo depende de don Lorenzo, no es verdad?

Ángela.

¡Cómo! ¿Será cierto? ¡Ah, señora! (Se acerca a la Duquesa y le coge las manos con efusión).

Eduardo.

Sí, yo le explicaré a usted... (A Ángela). Conviene que hable usted al alma a su esposo.

Duquesa.

Pero... (Eduardo sin atender a su madre se separa a un lado con Ángela, y los dos hablan en voz baja). ¡Este Eduardo, este hijo mío (Aparte) hace de mí cuanto quiere! ¿Qué le digo yo a la buena señora, si él asegura que ya estoy conforme?... ¡Ah, qué cabeza!... Y la niña es hermosa como un ángel y simpática como ninguna. ¡Pobre Inés! Y don Lorenzo posee..., o poseía una p. 46fortuna regia... ¡Ah, grandezas y vanidades humanas!

Ángela.

Comprendo... Comprendo. (A Eduardo: después se vuelve a la Duquesa). ¡Cómo le agradezco a usted tanta bondad! Lleve usted pronto la buena nueva a mi pobre Inés: yo entretanto procuraré que Lorenzo consienta, y consentirá. Sí: es preciso. O no tiene corazón, o ha de consentir.

Eduardo.

Vamos, madre.

Duquesa.

(¡Cómo ha de ser!)

Eduardo.

¡Qué buena eres! (Salen por la derecha la Duquesa y Eduardo).

ESCENA IV.

Ángela, don Lorenzo, este último por la izquierda.

Don Lorenzo.

Ahí mi madre que expira..., y allá aquel pedazo de mi alma... ¿Qué hacer, Dios mío? (Se dirige lentamente a la puerta de la derecha, pero en el momento de entrar, Ángela le cierra el paso).

Ángela.

¿A dónde vas, Lorenzo?

Don Lorenzo.

A ver a mi hija.

Ángela.

Imposible... Ya volvió en sí y tu presencia pudiera causarle mucho mal; tanto, por lo menos, como el que tus palabras le causaron.

Don Lorenzo.

Es que yo quiero verla.

Ángela.

Es que no debes verla; y ya que en ti el deber siempre impera, no por mi voluntad, que nada es ante la tuya, por tu propia y reflexiva voluntad (Con ironía) respetarás el solitario llanto de la pobre Inés.

Don Lorenzo.

Tienes razón. (Pausa. Vienen los dos al centro del escenario). ¡Hija de mi alma! ¿Qué dice de mí?

Ángela.

Nada.

Don Lorenzo.

¿No me acusa?

Ángela.

No sé lo que en el fondo de su alma murmurará el dolor.

p. 47

Don Lorenzo.

¡Ser yo su verdugo! ¡Yo destruir todas sus esperanzas! ¡Haber desgarrado yo su corazón!

Ángela.

Conciencia perfecta tienes de tu obra, Lorenzo. Menos malo, si a la reparación te ayuda el remordimiento.

Don Lorenzo.

¡Desdichado de mí!

Ángela.

¡Tú desdichado! La desdichada es ella, no tú, que en la contemplación de tus perfecciones morales y altas virtudes encontrarás de seguro goces inefables y divinos consuelos. (Con ironía).

Don Lorenzo.

¡Qué mal me juzgas, y qué mal me comprendes!

Ángela.

¡Juzgarte mal, y admiro humildemente los frutos de tu santidad! ¡No comprenderte! En esto sí que dices bien, que seres superiores, como tú, no están al alcance de pobres inteligencias como la mía. (Con sarcasmo).

Don Lorenzo.

Tus palabras, Ángela, se me clavan como agudos puñales en el corazón.

Ángela.

¿En el corazón? ¡Imposible!

Don Lorenzo.

Pero ¿qué querías que hiciese? Habla, aconseja, resuelve, da luz a mi espíritu que en tinieblas se agita.

Ángela.

¿Qué quería que hicieses? Lo que ahora quiero. Que salves la vida de tu hija. Que no pongas más obstáculos a su boda. Que no irrites el orgullo de la duquesa con brutales e inútiles revelaciones. Que no hagas imposible con un nuevo escándalo el remedio del daño que causaste.

Don Lorenzo.

En puridad; tú quieres que calle.

Ángela.

Sí, que calles.

Don Lorenzo.

Pero eso sería infame.

Ángela.

No lo sé: siento; no discuto.

Don Lorenzo.

Es que todo mi ser se subleva ante esta idea. ¡Yo, cómplice del más repugnante de los delitos, porque es el más cobarde! ¡Yo, gozando riquezas usurpadas, y nombres postizos, y dichas que no son p. 48nuestras porque Dios no quiso que lo fuesen y pues Él no lo quiso no deben serlo! ¡Inés, y tú, y yo, y todos, encharcados en el fango! ¿Es esto lo que me aconsejas? (Exaltándose por grados). Entonces la virtud es una mentira: entonces vosotras, los seres que yo más amé en el mundo, porque en vosotras veía algo divino, sois miserables egoístas, repulsivas al sacrificio, presas de la codicia, juguetes de la pasión: entonces... ¡sois tierra y no más que tierra! ¡Pues si sois tierra, deshaceos en polvo, y arrástrenos a todos el viento de la tempestad! (Con extrema violencia).

Ángela.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

¡Seres sin conciencia y sin albedrío son átomos que hoy se juntan y que mañana se separan! ¡Allá va la materia, dejadla ir!

Ángela.

¡Tú deliras, Lorenzo! ¡Yo no te comprendo! ¡Yo no sé lo que quieres!

Don Lorenzo.

Respetar la justicia y la verdad.

Ángela.

¿La verdad?

Don Lorenzo.

Sí.

Ángela.

¿Y la dirás en voz alta a todo el mundo?

Don Lorenzo.

La diré.

Ángela.

¿Y nos dejarás en la miseria?

Don Lorenzo.

Ganaré vuestro sustento y el mío con mi trabajo.

Ángela.

¿Ganar tú? ¡Vanidad de sabio! Pero sea. Oye, Lorenzo. Si esas riquezas no son tuyas, devuélvelas enhorabuena. (Lorenzo da un grito de alegría y se acerca con los brazos abiertos a Ángela). Ni las privaciones me asustan, ni soy la mujer miserable y egoísta que tú pintabas ha poco.

Don Lorenzo.

Ángela, mi buena Ángela, perdóname.

Ángela.

¿Quieres mi perdón? ¿Quieres que siga bendiciendo, como siempre bendije, la hora en que fui tu esposa?

Don Lorenzo.

Sí.

Ángela.

Pues bien; cumple como hombre honrado; pero en p. 49el silencio, con prudencia, sin ruido, sin ostentación, sin escándalo.

Don Lorenzo.

¿Y para qué? Si no querrá la duquesa, ni aun de ese modo, que Eduardo sea el esposo de mi hija.

Ángela.

Eduardo responde del consentimiento de su madre.

Don Lorenzo.

No cederá.

Ángela.

Cederá: es mujer; es madre. No todos alcanzan tu perfección.

Don Lorenzo.

No lo creo.

Ángela.

¿Es que no lo crees, o es que lo temes?

Don Lorenzo.

Mas suponiendo que cediese, ¿cómo he de conservar un nombre que no es mío?

Ángela.

¡Ah miserables sutilezas, a las que sacrificas la vida de Inés!

Don Lorenzo.

Un nombre, Ángela, es en la vida social...

Ángela.

Un nombre es un sonido, aire que se agita, algo que pasa; ¡vanidad humana! Y una hija es un ser que está hecho de nuestra propia carne y de la sangre de nuestras propias venas; un ser que al brotar de la nada recogimos en nuestro seno, y que al venir al mundo recibimos en nuestros brazos; que nos dio su primera sonrisa y su primer beso y su primer llanto; que vivió de nuestra vida, y fue a la par nuestro placer más puro y nuestro más agudo dolor; un ser a quien amamos más que a nosotros mismos, pero sin la levadura egoísta que afea todos nuestros demás amores; único amor divino que existe en la tierra y que si el cielo es cielo, allá tras lo azul y en el mismo Dios existirá también. Escoge ahora, ¡impío!, entre lo que tú llamas un nombre y lo que yo llamo una hija.

Don Lorenzo.

Tus palabras me enloquecen, Ángela.

Ángela.

Pues enloqueciste para tormento de Inés, ¿qué mucho que enloquezcas para su dicha?

Don Lorenzo.

Ángela..., Ángela..., en parte... sí..., tienes razón... p. 50soy un pobre demente..., mis escrúpulos son quizá exagerados. ¡Mi hija, mi Inés, tan buena, tan hermosa! ¡Y moriría..., sí..., moriría!...

Ángela.

Al fin... ¡Lorenzo, mi buen Lorenzo!

Don Lorenzo.

Pero aguarda..., no..., mis ideas se confunden... ¡un torbellino de fuego gira dentro de mi cráneo! Sin embargo, aun así comprendo que no basta renunciar a los bienes que poseo; es preciso que diga por qué renuncio a ellos.

Ángela.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

(Sin escucharla y como hablando consigo mismo). De otro modo devuelvo materialmente bienes también materiales, es verdad; pero sin reconocer el legítimo derecho de las personas a quienes he despojado; restituyo, pues, traidora y cobardemente, y a la sombra de otro derecho artificioso y vano que para comodidad mía y beneficio de mi familia yo forjé con malas artes, lo que debí restituir en toda su integridad.

Ángela.

¡Cuántas palabras altisonantes, Lorenzo!

Don Lorenzo.

(Sin atenderla). Al conservar un nombre que no es mío soy un miserable ladrón, es preciso decirlo por más que la palabra me queme los labios. Robo un nombre y un derecho; privo a mis víctimas de sus más poderosos medios de defensa contra la codicia que en cualquier tiempo pueda despertarse en mis sucesores, y doy quizá ocasión en lo futuro a nuevas iniquidades. ¿Lo ves?... ¿Lo ves, mujer ciega? Hay que decir la verdad, toda la verdad, en voz alta, suceda lo que quiera.

Ángela.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

Un juez, un tribunal ¿me despojaría por su sentencia solo de mis bienes, o de mis bienes y de mi nombre a la vez? De todo, de todo, ¿no es verdad? Pues lo que un juez hiciera debo hacerlo yo, juez de mí mismo, o soy un miserable. Ahí tienes, ahí tienes, p. 51desdichada, lo que me grita la conciencia. No, yo no quiero ser honrado a medias, porque en todo aquello en que no sea enteramente honrado seré infame por entero. ¡Ah!, estas cosas son muy claras: nada más claro que el deber.

Ángela.

Pero entonces, siendo el hecho público, la duquesa no consentirá.

Don Lorenzo.

No consentirá: ya te lo decía yo.

Ángela.

¡Ah! ¡Lorenzo, Lorenzo; lo eres todo: filósofo, moralista, jurisconsulto y, por de contado, hombre de bien! ¡Todo, todo..., miserable máquina de pensar, todo menos padre!

Don Lorenzo.

Quieres volverme loco, y has de conseguirlo.

Ángela.

Ya no es posible.

Don Lorenzo.

¿Lo estoy?

Ángela.

Lo estás, y cuenta que no has llegado a lo más profundo del abismo. Óyeme, que yo también entiendo algo en esto de la lógica: al fin soy tu mujer. ¿Vas a decir la verdad, toda la verdad?

Don Lorenzo.

Toda.

Ángela.

¿A la justicia humana?

Don Lorenzo.

A la justicia divina inútil me parece, que ya en este momento nos está juzgando a los dos.

Ángela.

Compréndeme, Lorenzo. Quiero decir si repetirás todo lo que nos contaste, ha poco, al juez, al escribano, ¿qué se yo?, a los que han de recoger estos bienes que tú abandonas y han de entregarlos a sus dueños.

Don Lorenzo.

Sí, a esos.

Ángela.

¿Y referirás toda la historia?

Don Lorenzo.

Preciso será.

Ángela.

Pues atiende. Tendrás que decir que esa mujer, tu nodriza Juana, es tu madre.

Don Lorenzo.

De ese modo lavaré la mancha que sobre ella arrojó una sentencia inicua. Bastara esto solo para que el silencio que me aconsejas fuera un crimen.

p. 52

Ángela.

Y esto solo basta para que sea un deber el silencio. ¿No ves, desdichado, que si Juana es inocente del delito que se le imputó, es reo de un delito mayor? ¡Usurpación de estado civil se llama! Bien lo sabes. Falsificar la familia, que es escarnecerla y destruirla; arrancar un inmenso caudal a sus legítimos dueños, que es algo más que recoger del suelo un medallón; cubrir un nacimiento ilegítimo con un nombre honrado, que es envolver en manto de armiño la podredumbre del vicio. Si Juana es tu madre, todo esto ha hecho Juana, y en su maldad ha persistido durante cuarenta años.

Don Lorenzo.

(Separándose de Ángela y oprimiéndose la cabeza con las manos). ¡Calla, calla, por Dios santo!

Ángela.

Eso te pido yo: ¡calla!

Don Lorenzo.

¡Es mi madre!

Ángela.

¿Y qué importa? Quien inmola a la hija inocente, ¿por qué ha de respetar a la madre culpable? ¿No son superiores las leyes divinas a las leyes humanas? ¿No es lo primero la justicia, el deber, la verdad? ¿No han de prevalecer los fueros del alma sobre las flaquezas de la carne?

Don Lorenzo.

Tienes razón; pero aun teniéndola, deliras. (Huyendo de Ángela).

Ángela.

¿Por qué? Mira que vas siendo tan vulgar y tan débil como esta pobre madre. ¿No exige el deber que dejes morir a tu hija? Pues muera. ¿No exige que tú mismo arrastres a Juana moribunda al calabozo? Pues allá con la anciana. Ya ves como yo también entiendo de estas cosas: ya ves como tengo yo también mi lógica.

Don Lorenzo.

¡Lógica del infierno!

Ángela.

Y la tuya ¿de qué sublime esfera descendió?

Don Lorenzo.

(Huyendo de Ángela). Déjame..., déjame..., no puedo más. ¡Inés de mi alma! ¡Madre mía!... ¿Qué mal te hice, p. 53Ángela, para que así me atormentes? (Viene a caer ya sin fuerzas en el sillón inmediato a la mesa). ¡Ah, mi cabeza, mi cabeza arde!

Ángela.

Lorenzo..., Lorenzo... (Con dulzura).

Don Lorenzo.

Sí: tienes razón... Sí: soy un pobre demente... ¿Qué sé yo lo que debo hacer?... ¡Todo es sombra! ¿Qué es la verdad, qué es la mentira?

Ángela.

(Aparte). Fui muy cruel, pero salvé a mi hija: no hablará. (Lorenzo está sentado, desplomado más bien, en el sillón; tiene los brazos sobre la mesa y en las manos oculta el rostro. Ángela se acerca a él con cariño y le habla con dulzura). Lorenzo, perdóname.

Don Lorenzo.

¡Vete, vete por Dios!

Ángela.

Quise mostrarte el abismo en que caías: quise salvar a Inés; quise salvarte a ti de tus propios furores.

Don Lorenzo.

Sí..., sí, Ángela..., lo comprendo..., pero déjame.

Ángela.

¿Me perdonas?

Don Lorenzo.

Te perdono..., y te amo... ¡Pobre Ángela, tú también padeces! Pero deseo estar solo.

Ángela.

Pues bien, me voy; pero no te aflijas: ya buscaremos camino de salvación. Diré a Inés que quieres verla ¿No deseas estrecharla contra tu pecho?

Don Lorenzo.

Si ella quiere... (Con tono sumiso).

Ángela.

Pues espérame aquí: vendré a llamarte, y allá, cerca de nuestra pobre niña, todos reunidos, animados del mismo deseo, aunando nuestras voluntades, tú has de ver cómo vencemos la fatalidad que hoy nos abruma.

Don Lorenzo.

La venceremos..., sí, la venceremos... (Repitiendo lo que oye sin saber lo que dice).

Ángela.

Adiós... y no me guardes rencor.

Don Lorenzo.

¡Rencor!... ¡A ti!

Ángela.

¡Adiós!

p. 54ESCENA V.

Don Lorenzo.

Sentado a la mesa y con aire de profundo abatimiento. La chimenea arde con luz rojiza: la habitación aparece envuelta en grandes sombras que se condensan fantásticamente en los cortinajes. Larga pausa.

Don Lorenzo.

Ya estoy solo. ¡Cuántas sombras por todas partes! ¡Qué poco brilla esta luz! Mejor: crezcan las tinieblas: ¡a mí la oscuridad! En ella es donde se nos aparece más luminosa la conciencia. Quiero el bien, pero no sé dónde está: mi voluntad es fuerte, pero mi razón se ofusca. Tres nombres relampaguean ante mis ojos en la negra noche en que me agito. ¡Ángela, Juana, Inés! ¡A mi calvario me lleva mi destino y sin quejarme subo la cruz de mis dolores! Pero vosotras, pero tú, Inés mía, ¿por qué habéis de precederme marcando con vuestras lágrimas el camino que han de ensangrentar mis plantas? Yo solo... sea; pero vosotras, no. ¡Ah, Dios mío, que la luz de mi conciencia se apaga: que mi voluntad desfallece: que la desesperación se apodera de mi espíritu! Yo anhelo el bien, y en ti lo busco. ¡Señor, ven a mí; ven, que yo te llamo! ¡Sombras que me rodeáis; espacio en que dolorido me revuelvo; tiempo que eres para mí eternidad de congojas; y tú, silencio augusto, que por algo compasivo me escuchas, llamad todos a vuestro Dios, que mi voz no le alcanza! ¡Decidle que no quiero que muera mi hija; que aparte de ella el cáliz de la amargura, y que todo lo agote entre mis labios! ¡A mí todo..., a ella no! ¡Es tan hermosa, es tan buena, es tan pura!... ¡Ella no! ¡Ella no, Dios mío! (Deja caer la cabeza sobre la mesa y llora amargamente. Pausa).

p. 55ESCENA VI.

Don Lorenzo, Juana.

Aparece en la puerta de la izquierda y en ella se detiene.

Don Lorenzo.

Jirones de sombra han pasado ante mis ojos. (Pausa). ¿Será todo esto un sueño? No: Juana está ahí dentro; y la prueba..., la prueba..., (Abre el pupitre y saca un pliego) la prueba es esta. No es un sueño por desgracia: es la realidad implacable y terrible. Cien veces la he leído, y no me sacio de leerla: «Te he querido como hijo aunque no lo has sido nuestro»... ¡Aunque no lo has sido nuestro!...

Juana.

(Aparte y observándole). Está leyendo..., leyendo la carta de la que creyó madre suya. Su madre soy yo: nadie más que yo. (Avanza, aunque con trabajo, algunos pasos). ¡Cuánta tristeza en su frente! ¿Hay lágrimas en sus ojos?... ¿En sus ojos? No sé. Quizá estén en los míos que le miran. En él o en mí están: yo veo lágrimas en alguna parte. (Da algunos pasos más). ¿Llorar él? ¿Por qué? ¿Porque soy su madre? ¿Sentirá que yo sea su madre? Pero ¿qué le importa si nadie más que él sabe mi secreto, y yo voy a morir? Sí, a morir..., a morir muy pronto. La noche eterna y fría va penetrando hasta lo más profundo de mi ser: algo muy negro está dentro de mí. (Da un paso más, vacila y se apoya en la mesa para no caer. Lorenzo se vuelve hacia ella).

Don Lorenzo.

¡Juana!

Juana.

¡Siempre ese nombre!

Don Lorenzo.

¡Madre!

Juana.

Te enoja que lo sea; bien lo conozco.

Don Lorenzo.

¡Que tal pienses de mí!

Juana.

Pues si enojos no son, será vergüenza de tenerme por madre.

p. 56

Don Lorenzo.

¿Avergonzarme yo? Mañana sabrá todo el mundo que yo soy tu hijo.

Juana.

¡Mañana! ¿Qué intentas? Tardo está ya mi oído, y sin duda no comprendí lo que dijiste. (Con espanto).

Don Lorenzo.

Dije mal. Mañana no. Es preciso que antes salgas de España, y cuando estés en sitio seguro, porque a veces la justicia de los hombres es muy cruel, yo proclamaré la verdad en voz alta; yo me despojaré de un nombre que no es mío; yo devolveré riquezas usurpadas. Es ya cosa resuelta.

Juana.

¡Jesús de mi vida!

Don Lorenzo.

Y después con Ángela y con mi pobre niña iré a buscarte.

Juana.

¿Tú en la miseria, tú en la deshonra, tú sin más nombre que un nombre escarnecido y manchado? Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¿Quién te obliga a ello? Habla, hijo mío, que me haces perder el juicio. ¿Quién?

Don Lorenzo.

Mi conciencia, madre, y tu culpa.

Juana.

Pero ¿piensas decir la verdad?

Don Lorenzo.

¿Por qué me la dijiste a mí? (Con enojo). Si yo nada hubiese sabido..., no tendría hoy que dar la muerte a mi hija.

Juana.

¿Por qué?... ¡Y me lo preguntas! ¡Y no lo comprende! ¡Ingrato! (Oculta el rostro entre las manos y llora amargamente).

Don Lorenzo.

¡Madre!

Juana.

Porque iba a morir..., porque voy a morir..., y antes era preciso que supieses lo que por tu felicidad hizo esta pobre mujer. Además... quería que una vez al menos me llamases madre. Por esto..., nada más que por esto... Porque del corazón me subía a la garganta y me ahogaba algo, que al fin no pude contener, y tuve que decirte ¡eres mi hijo!

Don Lorenzo.

Te comprendo, madre mía, y no te acuso.

p. 57

Juana.

Pero tú no piensas hacer lo que has dicho, ¿no es cierto? ¡Fuera una infamia para con tu familia, fuera una crueldad para con esta pobre anciana!

Don Lorenzo.

Crueldad, sí; infamia, no: que con esta crueldad otras infamias borro.

Juana.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

¡Perdóname!

Juana.

¿Dices que yo cometí una infamia? (Asombrada).

Don Lorenzo.

Nada digo.

Juana.

¡Pero fue por ti..., por ti..., por ti, hijo mío! (Con voz cada vez más ahogada. Lorenzo permanece silencioso, sombrío y sin volverse hacia su madre). ¡Fue por él, Dios mío, y así me paga! ¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

El mal no puede prevalecer: la obra de iniquidad se arruina bajo su propio peso: mi sacrificio lavará tu culpa.

Juana.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

(Acercándola a la luz, poniendo en su mano la carta y obligándola a leer). ¿Qué dice ahí?

Juana.

«Perdóname y que Dios te inspire». (Sentándose y leyendo con trabajo).

Don Lorenzo.

Pues bien, madre, la perdoné y he pedido inspiración al cielo: tus súplicas son inútiles.

ESCENA VII.

Juana, don Lorenzo, Ángela por la derecha.

Ángela.

Lorenzo, Inés te llama. (Desde la misma puerta de la derecha y sin penetrar en la habitación).

Don Lorenzo.

¡Ella!..., ¡mi hija!..., sí, voy... Perdóname, madre mía, volveré muy pronto.

Juana.

(Deteniéndole, y en voz baja). Ya sé que me desprecias; ya sé que me odias...

Don Lorenzo.

¡Madre!

p. 58

Juana.

Pero no por mí, por ella, por esa niña... (Incorporándose).

Don Lorenzo.

Ni aun por ella. (Con desesperación).

Juana.

¡Ah! (Cae en el sillón y se cubre el rostro con las manos. Salen Lorenzo y Ángela).

ESCENA VIII.

Juana, queda con el papel en la mano.

Juana.

¡Ni aun por ella! (Sollozando). Sacrifícate, Juana, por tu hijo: renuncia a sus caricias: clávate las uñas en el pecho al verle besar a otra mujer y llamarla madre: bebe por dentro lágrimas de amargura y recógelas en el corazón hasta que rebose o estalle: recibe en la frente marca infamante: consúmete de miseria y de dolor en una buhardilla veinte años sin más dicha ni más consuelo que verle pasar a lo lejos en su coche. ¡Ay, Dios mío, yo muero! (Pausa: después reanimándose un tanto). Más..., más aún... Tú, pobre Juana, sufriendo todo lo que he dicho; y en cambio, hazle rico, sabio, ilustre, bueno, y... a la hora de la muerte preséntate a él, solo a pedirle un beso, solo buscando que te diga: «¡Qué buena eres, cuánto me has querido!...», y él no te dirá nada de eso: te mirará triste y severo..., te dirá que cometiste una infamia..., que es preciso que él borre tu culpa..., que tu obra es... obra de iniquidad... ¡Obra de iniquidad!... ¡Ah, Lorenzo, hijo mío!... ¿Por qué eres tan cruel? ¿Por qué arrojas con desprecio todo lo que a costa de mi felicidad te he dado?... ¡Mira que me cuesta muchas lágrimas! (Cambiando de tono, levantándose con arranque de desesperación y viniendo a la derecha). ¡Y mi sacrificio habrá sido inútil! ¡Y habré perdido yo mi dicha y le habré perdido a él! ¡Insensata, egoísta! ¿Por qué p. 59le dije la verdad? (Pausa). Pues no ha de ser; no ha de ser: la obra de iniquidad no amenaza ruina todavía, pobre visionario. ¡Yo lo negaré todo! (Con voz apagada). Serás feliz, y rico, y poderoso a tu pesar. Él puso en mis manos la única prueba. (Tendiendo el brazo hacia la mesa en que está el papel). Bueno, bueno: entre su madre y su hija van a salvarle: ¡extraña coincidencia! Ella llamándole le obliga a alejarse, y yo me quedo... Ea... Agotemos las fuerzas que me restan. Ahora me acerco poco a poco, y entre las sombras... Así fue de oscura aquella noche en que mi ama vino a buscarme al lecho y murmuró en mi oído: ¿quieres que tu hijo sea rico y feliz? Y yo dudé..., y luego dije que sí... Y ahora... Y ahora digo que sí. (Llegándose a la mesa. Pausa). ¿Vuelve Lorenzo? (Aplicando el oído). Sí; me parece que vuelve... ¡Y me pedirá la carta como antes me la pidió!... Vamos..., al fuego... (Quiere andar, pero no puede). Oigo su voz..., me faltan las fuerzas..., no me da tiempo... ¡Va a venir!... No..., pues yo no se la doy... Es otra vez mi presa... ¡Ah!... Ya sé... Ya sé... Pondré dentro del sobre un papel en blanco para que al pronto nada note... (Ejecutando la operación que acaba de indicar). ¡Obra de iniquidad la llama Lorenzo! ¡Pobre hijo mío, que a veces es inocente como un niño! Así..., así..., lo dejo donde estaba..., y este a las llamas... Oigo su voz siempre... pero aún no viene... Quizá antes de que venga..., sí..., sí..., ya puedo... A las llamas..., a las llamas. (Arroja el papel al fuego y se inclina para verlo arder). ¡Llama es ya! Su resplandor ilumina el rostro de mi antigua señora. (Viendo un retrato que hay en la pared). Mira, mira, ya es ceniza; y era la única prueba. ¿La única? No: otra queda, pues quedo yo; pero muy pronto seré ceniza también. (Pausa). Ahora me voy a mi cuarto... (Dando unos pasos). Dios mío, me faltan las fuerzas... p. 60(Haciendo un esfuerzo y dando unos pasos más). Pero le he salvado..., será rico..., feliz... No veo..., no veo... Esa luz se apaga... ¿Se apaga ella o la de mis ojos? (Se acerca a la mesa, coge la vela y de nuevo intenta marchar). ¡Luz!... ¡Luz!... ¿Dónde está mi cuarto? ¡Sombras!..., ¡todo sombras! ¡Ay de mí!... ¡Dios mío!... ¡No puedo..., no puedo! (Deja caer la luz: solo queda iluminada la habitación por el reflejo rojizo de la chimenea. Ella cae también detrás de la mesa).

ESCENA IX.

Juana, don Lorenzo, Inés, Ángela, Duquesa.

Los cuatro últimos por la derecha. Lorenzo entra como huyendo de su hija: esta se detiene en la puerta. Viene vestida de blanco: detrás de ella y medio ocultas por el cortinaje, Ángela y la Duquesa.

Don Lorenzo.

(Viniendo al centro del escenario). ¡No más! ¡No más! ¡Es la última prueba! La última, sí; pero, ¡ay!, que mi voluntad vacila.

Ángela.

(Aparte a Inés). Síguele, no le dejes: cederá.

Inés.

¿Por qué huyes de mí, padre mío?
(Avanza algunos pasos, muy pocos: detrás de ella Ángela y la Duquesa. Es preciso dar a esta escena todo el carácter fantástico que en sí tiene, para que el efecto corresponda a la idea del drama. Don Lorenzo está en el centro del proscenio manifestando con su actitud, en sus ademanes y en su entonación, que sostiene una última y desesperada lucha consigo mismo. Inés, bella y poética, se aproxima lentamente a su padre: siempre la siguen Ángela y la Duquesa, vestidas de negro, inspirándola cuanto dice. Juana agoniza. El despacho está envuelto en grandes sombras: el reflejo de la chimenea ilumina de lleno a Inés).

Don Lorenzo.

¡Allí está la tentación! Pero ¡qué hermosa es! ¡Qué aureola de divina belleza la circunda! ¡Única luz entre tanta sombra!

Ángela.

(Aparte a su hija). ¿Lo ves? Ya no acierta a resistir... Ruégale..., ruégale, Inés mía.

p. 61

Inés.

(Avanzando). ¡Ven a mis brazos!

Don Lorenzo.

(Retrocediendo). ¡Ay de mí si los ciñe a mi cuello como dulcísimo dogal!

Juana.

(Aparte con voz apagada). Un dogal al cuello... Tiene razón...

Inés.

¡Por Dios santo, padre mío, por el amor que me tienes; por las lágrimas de estos ojos que cuando yo era niña tanto querías y tanto besabas! (Llevándose las manos al rostro, retirándolas después, y dándoselas a besar a su padre). ¡Mira, mira y cómo se desprenden de mis párpados! Mis dedos las recogieron al caer, bésalas y sentirás en tus labios su amargura.

Don Lorenzo.

Sí: las besaré..., las besaré..., pero ¡ay, si una sola de las mías cayese en los tuyos!

Juana.

(Aparte). ¡Caer!... Han dicho caer... ¡Yo también caigo en abismo sin fondo! Pero antes..., antes... quiero abrazar a mi hijo.

Inés.

¡Padre! (Lorenzo retrocede. Inés, Ángela y la Duquesa le siguen).

Ángela.

¡Lorenzo!

Juana.

¡Han dicho Lorenzo! Allí..., allí... veo algo... (Avanzando).

Don Lorenzo.

No..., no..., digo mil veces que no... ¡Queréis envilecerme!

Inés.

Y tú, padre mío, ¿quién lo creyera? ¡Quieres mi muerte! Y si no, ¿por qué te opones a este amor que es mi vida?

Don Lorenzo.

Yo, Inés mía..., no..., la duquesa..., la duquesa es.

Ángela.

No es cierto. La duquesa cede.

Don Lorenzo.

¡A precio de deshonra!

Duquesa.

No es cierto, Inés: a trueque de silencio.

Inés.

Lo estás oyendo, padre mío.

Don Lorenzo.

(Separándose de ellas, rechazándolas y retrocediendo). ¡Solo oigo voces que me piden mi conciencia!... ¡Solo veo sombras que entre las sombras me persiguen! Fantasmas del espacio..., engendros de la tentación..., ¡dejadme!... p. 62¡Dejadme por Dios vivo; que si sois fuertes para atormentarme el corazón, sois débiles, muy débiles, para torcer mi voluntad!

Juana.

¡Su voz!... ¡Lorenzo!... ¡Lorenzo!... (Llegando a él y abrazándole).

Don Lorenzo.

¡Madre! (Abrazándola también).

Inés.

(Amparándose de Ángela). ¿Qué voz es esa? ¿Quién es esa mujer? ¿Qué sombra brotó de las tinieblas y ciñó a mi padre con sus brazos? ¡Tengo miedo!

Don Lorenzo.

¡Juana!... ¡Madre mía!

Inés.

¡Su madre! ¿Por qué la llama su madre?

Don Lorenzo.

Porque es mi madre, y porque... he de decirlo.

Juana.

¡Yo! ¿Su madre yo? ¡Jesús, qué idea!... ¡Bien quisiera... serlo!

Duquesa.

¿Oye usted..., oye usted lo que dice?

Ángela.

¡Lo niega!

Don Lorenzo.

¡Lo eres! (Con violencia).

Juana.

¡Ah..., pobre Lorenzo mío! (Con risa forzada). ¡Hijo de mi alma! (Al oído, y abrazándole).

Don Lorenzo.

¡Por la tuya, que repitas en voz alta lo que me dices al oído!

Juana.

Yo..., al oído... ¿Pues qué te dije? ¡Ser su madre!... ¡Qué mayor dicha!

Don Lorenzo.

¡Ah!... ¿Lo niegas? (Con furor).

Ángela.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

¿Niegas que eres mi madre? (Con creciente furor).

Juana.

¿Y cómo no?

Don Lorenzo.

¡De mí renegaste al nacer yo, y vuelves a renegar a la hora de tu muerte! (Con horrible desesperación).

Juana.

(Abrazándose a él, y formando los dos un grupo tan estrechamente unido, que es imposible en la oscuridad conocer si se abrazan ambos, o si en su furor la estrecha Lorenzo contra sí). ¡Hijo de mis entrañas! (Con voz moribunda, al oído).

Don Lorenzo.

¡Eso..., eso!... (Ya delirante).

Juana.

¡Yo muero!

p. 63

Don Lorenzo.

No..., madre mía.

Duquesa.

¡Jesús mil veces! ¡Ese hombre va a matarla!... ¡Socorro! (Corriendo hacia la puerta de la derecha).

Ángela.

¡Eduardo!... ¡Tomás!

Don Lorenzo.

¡Madre!... ¡Madre!...

Juana.

No... Dios mío... No..., ¡eso no!

ESCENA X.

Don Lorenzo, Inés, Juana, Ángela, Duquesa, don Tomás, Eduardo.

Los dos últimos, por la derecha con luces. Todos acuden y procuran separar a Lorenzo de Juana.

Don Tomás.

¡Vamos!... ¡Vamos!...

Don Lorenzo.

¡Madre mía!... ¡Perdón!... ¡Perdón! Si no quieres no te llamaré madre... ¡Madre mía!

Juana.

A... diós...

Don Lorenzo.

¡¡Juana!!

Juana.

(Haciendo un esfuerzo horrible, se levanta como herida en el corazón por el nombre de Juana, y cae).

Don Tomás.

¡Muerta!

Don Lorenzo.

¡No..., no es posible! (Abrazándose a su madre). Para matarla la llamé ¡madre!..., y el último grito que oyó de mis labios... fue ¡Juana! ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¿Por qué la castigas así, y por qué me abandonas?

FIN DEL ACTO SEGUNDO.


p. 65

ACTO TERCERO.


La misma decoración de los actos anteriores.

ESCENA PRIMERA.

Don Tomás, después un Criado.

Don Tomás.

Todo en calma. Ni se oye el llanto de Inés, ni ruge la cólera de Lorenzo. Calma precursora de nueva tempestad. (Pausa). Momentos hay en que dudo y vacilo. Él..., él..., mi buen amigo, mi pobre Lorenzo... Esta idea no me da punto de reposo. En fin, muy luego sabremos la verdad: entretanto valor, y cumplamos para con esta atribulada familia deberes sagrados que nadie con mejor deseo que yo ha de cumplir.

Criado.

Un caballero a quien acompañan dos... que..., vamos..., yo no sé si lo son..., aunque su traje... En fin, ese caballero me ha dado para usted esta tarjeta, y allá fuera esperan todos.

Don Tomás.

(Mirando la tarjeta). ¡Ah! ¡El doctor Bermúdez! Que pase, que pase...

Criado.

¿Y los otros dos?

Don Tomás.

Que esperen. (Sale el Criado). A medida que se aproxima el momento crece mi ansiedad y crecen mis dudas. ¡Pobre Ángela, qué golpe! ¡Pobre Inés!... ¡En qué estado de excitación nerviosa se halla la desdichada p. 66niña! ¡Qué lucidez en su mirada! ¡Qué claridad en sus juicios! Nadie le explicó lo que ocurre... y yo creo que lo sabe todo; y adivina lo que no sabe, y sospecha lo que no adivina. No: esta situación no puede prolongarse más: afrontemos la realidad por triste que sea.

ESCENA II.

Don Tomás, doctor Bermúdez, después dos loqueros vestidos decentemente, pero dando a conocer en su fisonomía y en sus maneras que no son lo que aparentan.

Don Tomás.

¡Doctor!... (Saliendo al encuentro, y dándole la mano).

Doctor.

¡Don Tomás!...

Don Tomás.

Puntual como de costumbre.

Doctor.

No, vengo con alguna anticipación..., para dejar convenientemente instalados a esos dos...

Don Tomás.

Sí, sí, comprendo.

Doctor.

Los he hecho vestir de manera que don Lorenzo no sospeche..., porque como solo se trata de esas precauciones generales...

Don Tomás.

Ya, ya..., muy bien. Es preciso caminar con prudencia. Rapto de furor; verdadero rapto de furor, como dije a usted, solo ha tenido uno; el de la otra noche. Pudiera ser que yo me equivocase...

Doctor.

Mucho lo celebraría..., y usted lo celebraría también.

Don Tomás.

¡Ay, amigo mío, estoy que no sé lo que me pasa! En fin, su ciencia de usted, su práctica, su profundísima penetración han de sacarnos de dudas.

Doctor.

¡Usted me lisonjea! Estando usted...

Don Tomás.

No cuente usted conmigo, doctor; no estoy para nada: me declaro incompetente: se trata de mi mejor amigo: casi de un hermano. Además, siempre me ha parecido... Usted conoce mi escuela: entre la razón y la locura no hay una línea divisoria...

p. 67

Doctor.

Evidente, evidente; y todos los sabios tienen algo...

Don Tomás.

Cabal; la excitación del cerebro pasa de cierto límite y...

Doctor.

Justo. Veremos, veremos lo que puede hacerse por don Lorenzo. Conque esos dos chicos...

Don Tomás.

Fácil ha de ser inventar cualquier historia: serán los testigos... o se le dirá que vienen con el escribano... Cualquier cosa. El pobre Lorenzo no está para fijarse en estos pormenores.

Doctor.

¿Y dónde esperan?

Don Tomás.

Ahí dentro. (Señalando la puerta de la izquierda).

Doctor.

(Asomándose al fondo) ¡Eh! ¡Braulio! ¡Benito! (Entran los dos loqueros algo cortados y mostrando en sus ademanes toscos y torpes lo que son).

Don Tomás.

Entren ustedes ahí en ese gabinete: si son ustedes necesarios ya se les avisará, y entretanto, quietos. (Los loqueros saludan y entran por la izquierda). Desde que murió Juana no ha vuelto a entrar Lorenzo en esa habitación. (A Bermúdez). En cerrando la puerta... (La cierra).

Doctor.

(Mirando el reloj). Vuelvo en seguida: antes de que llegue el escribano estoy aquí. Voy... muy cerca...

Don Tomás.

¿Una visita?

Doctor.

Sí: un caso muy bonito de locura. (Ángela entra por el fondo y se detiene al ver a Bermúdez). ¿Es?... (Aparte a Tomás, indicándole con la mirada a Ángela).

Don Tomás.

Sí: la esposa. No hable usted con ella.

Doctor.

Hasta luego. (Aparte a Tomás). Señora... (Saludando. Sale por el fondo).

p. 68ESCENA III.

Ángela, don Tomás.

Ángela sigue con la vista a Bermúdez; después mira hacia el gabinete en que entraron los loqueros.

Ángela.

¿Quién es ese que sale? ¿Quiénes son dos hombres que vinieron con él?

Don Tomás.

Cálmese usted, Ángela. Todo se arreglará. Estas son precauciones, pero necesarias, porque, ¿quién sabe?, puede tener Lorenzo otro rapto de furor como anteanoche; y por ustedes, por él mismo...

Ángela.

No, Tomás, no diga usted eso.

Don Tomás.

¿No recuerda usted, Ángela, con qué frenesí estrechaba entre sus brazos el cuerpo moribundo de la pobre Juana? Ahora que nadie nos oye, y en confianza, yo creo que él... fue... la causa determinante...

Ángela.

¡Tomás, Tomás!

Don Tomás.

Por lo menos apresuró su muerte: y ¿no vio usted cómo en su delirio él mismo se acusaba? No nos forjemos ilusiones: fue un verdadero ataque de...

Ángela.

(Llorando). ¡Lorenzo! ¡Lorenzo mío!

Don Tomás.

Y la crisis puede volver porque hoy...

Ángela.

Sí, ya sé lo que se propone... ¡Ay, Tomás, qué desgraciados somos! ¡Qué desgraciado es mi pobre Lorenzo!

Don Tomás.

¿Qué hace ahora?

Ángela.

Está muy en calma: escribe, pasea..., quiere estar con Inés y conmigo como si la soledad le espantase. Hace poco me miró con tristeza, pero con cariño, me besó en la frente y me dijo «¡Pobre Ángela!».

Don Tomás.

No contradecirle.

p. 69

Ángela.

No señor: en todo le damos la razón.

Don Tomás.

¿Y sigue en sus trece?

Ángela.

¡Ay, sí señor! De cuando en cuando pregunta qué hora es: se impacienta porque el escribano no viene y murmura con voz sorda: «Mal que pese al mundo entero he de cumplir mi obligación».

Don Tomás.

¡Qué hombre! ¡Qué carácter!

Ángela.

Tomás, por Dios santo, que no me engañe usted. ¿Usted cree que Lorenzo?... ¡No puedo, no puedo pronunciar esa horrible palabra!

Don Tomás.

Yo nada creo todavía. Veremos, Ángela: veremos, mi buena amiga. Precisamente para salir de una vez de esta insufrible ansiedad hice venir al doctor Bermúdez: un alienista de primer orden.

Ángela.

¡Pero si es imposible!... ¡Si digo que es imposible!

Don Tomás.

Ojalá acierte usted, y no debemos perder la esperanza; pero ¿imposible?... ¡Ah, la razón humana es tan poca cosa!

Ángela.

¡Ay, mi esposo de mi alma! No..., no quiero..., ¡no ha de ser! (Con desesperación).

Don Tomás.

Vamos, Ángela, juicio, valor; por aquella pobre niña, por Inés al menos. Y ¿quién sabe todavía? Veremos qué explicaciones da Lorenzo, qué pruebas presenta...

Ángela.

¡Qué pruebas ha de presentar el desdichado mío, si a la misma Juana moribunda le oí yo repetir: «No..., no..., no eres mi hijo», mientras él, frenético, delirante, estrechándola en sus brazos, pugnando por arrancar de aquel cuerpo, ya casi muerto, una confesión imposible, la llamaba «¡Madre!» con el grito estridente de la demencia! No me consuele usted: es inútil: yo sé que nuestra desventura es inevitable.

Don Tomás.

Harto lo temo.

Ángela.

¿Y aquel modo de recibir a la duquesa? Él, tan cortés siempre; siempre tan fino...

p. 70

Don Tomás.

Tiene usted razón: aquel día lo comprendí yo todo; pero nadie se resigna cuando la fatalidad le hiere tan de repente.

Ángela.

Y adorando, como adora, a su hija, ¿quién hace lo que él pretende hacer hoy?

Don Tomás.

Nadie, Ángela, nadie, no habiendo perdido el juicio.

Ángela.

¿Y usted le ha dicho a Bermúdez?...

Don Tomás.

Todo no: fuera peligroso; pero lo bastante para que nos dé su opinión.

Ángela.

¿Y cuál es?

Don Tomás.

No he de ocultarle a usted...

Ángela.

¡Inútil, Tomás, inútil!... ¡Si yo sé bien que no hay remedio!

Don Tomás.

Con un buen régimen; separado de aquellas personas que, por lo mismo que son para él tan queridas, con su presencia han de irritar de continuo su exagerada sensibilidad...

Ángela.

¡Tomás!...

Don Tomás.

En un buen establecimiento de España o del extranjero...

Ángela.

¡Qué..., qué!..., ¿qué quiere usted decir?... ¿Separarlo de nuestro lado?... ¡Llevárselo! ¡A él..., a él! ¡No, jamás, soy su esposa! ¡No lo consiento!

Don Tomás.

La presencia de Inés estimula su delirio.

Ángela.

Y la ausencia de su hija será su muerte.

Don Tomás.

Ahogó entre sus brazos a aquella pobre mujer.

Ángela.

No, Tomás, no: en eso no tiene usted razón: en los brazos de Lorenzo no corre peligro la pobre Inés. ¡Es su hija!

Don Tomás.

Y él pensaba que Juana era su madre.

Ángela.

No ha de ser, Tomás: no ha de ser. ¿Por qué en vez de atormentarme no busca usted alivio para mis penas?

Don Tomás.

¡Ángela!

Ángela.

Verdad es, mi buen amigo, que no es fácil hallar consuelos para mi dolor.

p. 71

Don Tomás.

Los hay en todo dolor humano, por grande que sea.

Ángela.

Menos en este.

Don Tomás.

En este, más que en todos; y si no, discutamos a sangre fría.

Ángela.

¿Y cómo, cuando la fiebre nos abrasa las venas?

Don Tomás.

Óigame usted. Si lo que afirma Lorenzo fuese verdad; si presentara pruebas terminantes...

Ángela.

Entonces mi Lorenzo no habría perdido la razón: nosotros seríamos los ciegos y desatentados. ¡Oh, qué dicha!

Don Tomás.

No tanta, porque entonces les esperaba a ustedes la miseria, la deshonra, la muerte...

Ángela.

¡Calle usted, Tomás!

Don Tomás.

La muerte digo, además de la miseria, porque Inés moriría. En cambio si la desgracia de Lorenzo es cierta....

Ángela.

No siga usted..., no quiero pensar en tales cosas.

Don Tomás.

Pues piense usted en Inés; y con el pensamiento en ella sepa usted, Ángela, que estas heridas son, triste es decirlo, pero fuerza es confesarlo, horribles, sí; mortales, no; que solo es mortal para la juventud lo que destruye el porvenir; no lo que precipita en la nada lo pasado.

Ángela.

¡Por Dios, Tomás!...

Don Tomás.

De la desgracia de Lorenzo depende la felicidad de Inés: no lo olvidemos.

Ángela.

Cúmplase la voluntad de Dios, pero no despierte usted en mí ideas que antes me espantan que me consuelan.

ESCENA IV.

Ángela, don Tomás, don Lorenzo por la derecha.

Don Lorenzo.

(Aparte). ¿Pero dónde dejé yo la llave? ¡Ah, mi cabeza!... Y el escribano vendrá muy pronto..., y en aquel p. 72pupitre guardé la carta: bien me acuerdo: sí..., hace dos días..., cuando mi madre...

Don Tomás.

¡Pobre Ángela! ¡Terrible es la prueba! (Sin ver a Lorenzo).

Don Lorenzo.

¿Cómo?... ¿Qué dicen? ¡La prueba, sí: de la prueba hablaban! (Con inquietud y buscando la llave del pupitre sobre la mesa).

Ángela.

Terrible es, muy terrible caminar entre dos abismos... Lorenzo a un lado... Inés a otro... Tiene usted razón.

Don Lorenzo.

(Con enojo y en voz alta). ¡La he perdido!

Don Tomás.

(Volviéndose, aparte). ¡Desdichado, pienso que sí!

Ángela.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

¡Ah!... ¿Estabais?... (Con mirada recelosa y como si no los hubiera visto antes).

Ángela.

¿Qué buscas?... Nosotros te ayudaremos. (Con dulzura).

Don Lorenzo.

¿Vosotros?... No. ¿Para qué? Yo solo.

Ángela.

Pero di al menos ¿qué has perdido?

Don Lorenzo.

Todo: hasta el amor de los míos. ¡Mira si puedo perder más!

Ángela.

No, Lorenzo, no lo creas.

Don Lorenzo.

Al fin..., la llave... ¡Gracias al cielo! (Aparte, con desconfianza). Y estaba puesta..., puesta... (Abre con ansiedad el pupitre y coge el pliego que dejó Juana). ¡Ah! ¡Aquí está!... Se me ha quitado un peso de encima... (Leyendo). «Para Lorenzo». Este es el pliego.

Ángela.

(Acercándose). ¿Encontraste lo que buscabas?

Don Lorenzo.

Sí. (Tomás se acerca también).

Ángela.

¿Qué papel es ese? (Lorenzo se preparaba a sacar el pliego de su sobre; pero al ver que Ángela y Tomás se acercan, lo mete en el pupitre, echa la llave y se la guarda).

Don Lorenzo.

Uno muy importante. (Con cierta desconfianza y mirándolos con recelo). ¿Para qué queréis saberlo?

Ángela.

No te enfades, Lorenzo mío. Perdóname si he sido indiscreta.

p. 73

Don Lorenzo.

¡Perdonar yo! Yo soy quien ha menester vuestro perdón. Por mí, por mi culpa, ¡vais a ser tan desgraciadas!

Ángela.

No digas eso: no lo seremos nunca siendo tú dichoso.

Don Lorenzo.

Y yo ¿podré serlo no siéndolo tú; no siéndolo mi Inés de mi vida?

Ángela.

Lo será también.

Don Lorenzo.

Imposible: porque ¿sabes tú cuál es mi pensamiento?

Ángela.

Ya me lo explicaste. ¿No lo recuerdas?

Don Lorenzo.

(A Tomás). ¿Y tú?

Don Tomás.

También.

Don Lorenzo.

¿Y lo aprobáis?

Ángela.

(Con dulzura). Bien hecho estará lo que tú hagas.

Don Lorenzo.

(A Tomás). Y tú, ¿qué dices?

Don Tomás.

Lo mismo.

Don Lorenzo.

¡Lo mismo! (Pensativo). ¡Qué conformidad! ¿Sabéis que hice llamar a un escribano?

Ángela.

Lo sabemos.

Don Lorenzo.

(Mirando a los dos). Lo sabéis. ¿Y sabéis que he de hacer que levante acta notarial y en toda forma de mi declaración y de mi renuncia?

Ángela.

Sí, Lorenzo mío.

Don Lorenzo.

Para que luego el juez provea a lo que en derecho procede. ¿No es cierto?

Don Tomás.

Es natural.

Don Lorenzo.

(A Ángela). Y tú, ¿qué dices?

Ángela.

(Con voz llorosa). Si estos bienes que hoy disfrutamos no te pertenecen..., bien haces.

Don Tomás.

Si el nombre que llevas no es tuyo, preciso será que a él renuncies.

Ángela.

Y en todo caso tu voluntad es ley.

Don Lorenzo.

¡Pero ley tiránica..., impía!... ¿No es verdad?

Ángela.

Ley que yo acato como la mejor.

Don Lorenzo.

(Inquieto, nervioso, casi irritado). ¿Y no resistes? ¿Y no lucháis?

p. 74

Don Tomás.

Tu conducta es la de un hombre honrado. En rigor no podías hacer otra cosa.

Don Lorenzo.

¡Qué sumisión tan inverosímil! ¡Qué docilidad tan extraña! ¡Qué cambio tan repentino! Me estáis mintiendo... ¡Digo que me estáis mintiendo! (Con violencia).

Ángela.

¡Por Dios, Lorenzo!

Don Tomás.

(Aparte). ¡Ah, no hay esperanza! La demencia invade como negra ola su cerebro.

Don Lorenzo.

(Calmándose). En fin, mejor es así. (Pausa. Con ternura y acercándose a Ángela). ¿Dónde está Inés?

Ángela.

¡Pobre hija mía!

Don Lorenzo.

¿No la defiendes contra mí? Pues, sin embargo, esa es tu obligación. (Con dulzura).

Ángela.

¡Ay, Lorenzo! ¿Qué puede contra ti esta infeliz mujer? Tu voluntad se templa en la lucha y en la desgracia: la mía cede hasta besar el polvo.

Don Lorenzo.

Tienes razón: es irresistible mi voluntad cuando el deber me inspira. ¿Y qué dices a todo esto? (A Tomás).

Don Tomás.

Que así será.

Don Lorenzo.

Así es. (Pausa). ¡Pobre Ángela!... ¿Y sabes tú lo que vamos a hacer, firmada que sea el acta y entregada la prueba?

Don Tomás.

¿Tienes una prueba?

Don Lorenzo.

¿No lo sabías? (Aparte con extrañeza). (Pues de ella hablaban cuando yo entré.) Sí, la tengo: evidente, irrecusable, clara como la luz, aunque es negra como la noche y la traición.

Ángela.

Cálmate, Lorenzo.

Don Tomás.

¿Y cuál es?

Don Lorenzo.

Una carta de mi madre..., de aquella mujer que se llamaba madre mía.

Ángela.

(Aparte). ¡Dios mío! ¿Será verdad?

Don Lorenzo.

Su firma, su letra..., y está allí..., en mi poder.

Don Tomás.

(Aparte). ¡Ah! Si así fuese...

p. 75

Don Lorenzo.

Pues bien, entregada la prueba, tú (a Ángela) y la pobre Inés, y yo saldremos al momento de esta casa..., de esta casa que ya no será nuestra, y de la que hoy mismo la ley tomará posesión hasta que acudan los herederos de Avendaño. (Animándose gradualmente). Y en tanto nosotros, sin recursos, sin nombre, sosteniendo en nuestros brazos una hija moribunda, porque Inés morirá, tú me lo aseguras (a Tomás), iremos solos, solos y desesperados... No, dije mal. Blasfemé. Iremos con la honra entera, con la conciencia tranquila, alta la frente, y Dios con nosotros. ¿Qué me importa que todos me abandonen si Él me acompaña?

Ángela.

Tu voluntad es ley, Lorenzo... (Abrazándole). Antes lo dijeron mis labios: ahora te lo dice mi corazón.

Don Tomás.

(Aparte). Si la prueba existe..., este hombre... es un santo. Pero, ¡ay!, que si no existe, mi pobre Lorenzo es un demente.

Criado.

(Anunciando). La señora duquesa y el señorito Eduardo.

Ángela.

Que pasen. (A Tomás). ¿Usted les avisó?

Don Tomás.

(Aparte a Ángela). Hablé con ellos anoche. La duquesa me prometió venir, y ya lo ve usted, cumple su palabra.

Don Lorenzo.

No he de verlos..., quiero estar o solo... o con vosotros..., no más. Adiós, Ángela mía.

Ángela.

Adiós, Lorenzo.

Don Lorenzo.

(Mirando el reloj). ¡Qué tardo marcha el tiempo! (Se dirige a la puerta de la derecha. Tomás le acompaña). ¿Avisaste a los testigos? (Al llegar a la puerta).

Don Tomás.

Dos esperan ya, y otro vendrá más tarde.

Don Lorenzo.

¿Quiénes son?

Don Tomás.

No los conoces: son amigos míos.

Don Lorenzo.

Y míos ¿por qué no?

Don Tomás.

Pensé que los míos lo eran tuyos.

Don Lorenzo.

(Le mira un momento). Y lo son. (Aparte). ¡Ah! ¡Esta conformidad! p. 76¡Hubiera preferido... que me resistieran..., que luchasen!...

ESCENA V.

Ángela, Duquesa, Eduardo, don Tomás.

Ángela.

Duquesa...

Duquesa.

¡Señora!... (Saludándose cariñosamente).

Ángela.

¡Siempre tan buena con nosotros!...

Duquesa.

No podía negar a ustedes en trance tan cruel el consuelo de una amistad verdadera. Dios ha querido que por distintos modos la misma desgracia venga a herirnos. (Esta última frase, en voz baja señalando a Eduardo).

Ángela.

Pero ¿cuál es el nombre de la desgracia que a mí me hiere? No lo sé.

Eduardo.

Pues ha llegado el momento de averiguarlo: ¿se llama miseria y vergüenza, y muerte de Inés, o se llama?...

Ángela y Duquesa.

¡Eduardo!

Eduardo.

Perdóname, madre mía: todos nos debemos hoy la verdad. Tú lo has dicho: «Transigiré con la desgracia de don Lorenzo por el amor que te tengo, por el amor que me tienes; nunca transigiré con su pública deshonra: nunca, ni aun a precio de tu vida». De mi vida, madre, ¿no es esto?

Duquesa.

(Con tono triste, pero enérgico). Sí.

Eduardo.

(Dirigiéndose a Ángela). Pues bien, señora, sepamos el nombre de la desgracia que a usted la hiere: ¿se llama deshonra, o se llama locura? Este es el problema y es preciso resolverlo. Si don Lorenzo dice verdad; si su juicio está firme; si presenta pruebas de lo que asegura, respetemos su cruel virtud. Pero si, como yo creo por mil indicios que casi constituyen evidencia, un velo eterno cubre su mente y para p. 77siempre apagose la luz de su razón, entonces defienda usted, Ángela, —es en usted obligación sagrada—, el nombre que lleva, su posición social, su fortuna, la misma honra de don Lorenzo contra sus propios delirios, y, ¿por qué no decirlo?, la felicidad y la vida de Inés. No deje usted tan altos intereses y tan caros objetos a merced de un demente.

Duquesa.

¡Eduardo!

Eduardo.

La palabra es dura, pero al fin había de pronunciarse. Sepamos de una vez si esta batalla de honras y vidas, en que don Lorenzo nos ha empeñado, es lo que parece o lo que temo; y en suma, si el heroico sacrificio del implacable sabio es locura o santidad.

Duquesa.

Basta, Eduardo. (Ángela se sienta en el sofá y llora amargamente. La Duquesa se acerca a ella).

Don Tomás.

(A Eduardo). La dicha de esta familia como si fuera mi propia dicha me interesa. Lo que usted propone está previsto, y la ley y la ciencia resolverán.

Duquesa.

Que Dios los ilumine a ustedes. (A Ángela). Vamos, señora: valor, conformidad. ¿Dónde está Inés?

Ángela.

¿Quiere usted verla?

Duquesa.

Sí.

Ángela.

Venga usted. (A Tomás). Y usted también. Quiero que la vea. Tres días hace que solo la fiebre le da fuerzas... ¡Ah, mi hija..., mi hija se muere!

Don Tomás.

¡Pobre niña! (Salen Ángela, la Duquesa y Tomás).

ESCENA VI.

Eduardo.

Eduardo.

¡Y dudan todavía! ¡Qué ceguedad! ¡Y no comprenden que el bueno de don Lorenzo a fuerza de buscar, no la razón de las sinrazones como el andante caballero, sino la razón de todas las razones que han inventado p. 78los sabios, concluyó por perder la única que a Dios plugo darle, que fue la razón natural! ¡Oh! No ha de ser: no he de permitir yo que sacrifiquen la vida de Inés a las extravagancias de un pobre loco.

ESCENA VII.

Eduardo, Inés.

Sale agitada, y como huyendo, del gabinete de la izquierda, que fue donde entraron los loqueros.

Inés.

¿Quiénes son esos hombres, quiénes son?

Eduardo.

¡Inés de mi vida! ¡Qué pálida estás! ¡Qué círculo cárdeno orla tus divinos ojos! (Saliéndole al encuentro).

Inés.

Pero respóndeme: ¿quiénes son?, ¿a quién esperan? ¡Que se vayan! (Acercándose con precaución a la puerta que quedó abierta y mirando: Eduardo procura traerla al proscenio). ¡Hay en ellos algo siniestro!... Mi padre, ¿dónde está mi padre? Buscándole entré en ese gabinete por el salón, y los he visto..., y no los quiero ver, y no puedo apartar de ellos los ojos.

Eduardo.

Pero ¿qué tienes?... ¿Por qué no me miras? ¿Por qué huyes de mí? Inés, Inés, ¿te pesa nuestro amor?

Inés.

(Viniendo al proscenio). ¡Nuestro amor! Tú sabes que es mi vida; pero ¡ay, Eduardo! ¡A qué terrible prueba ha querido Dios someterlo! Tú no comprendes esto. ¡Dicha suprema es para mí tu amor, y la esperanza de tu amor aun mayor dicha! Mayor, mucho mayor; que en él está el presente, que en ella está todo el porvenir. Y sin embargo, Eduardo mío, la esperanza es un crimen en tu pobre Inés: un crimen. ¿Se comprende crueldad semejante? Lo que a ningún ser humano se le niega, me niega a mí el destino. Yo era ayer una niña; mi pensamiento flotaba risueño p. 79en un limbo blanco y transparente, como vaporosa neblina entre rayos de luna: hoy es plomo, según pesa: hoy es lava, según arde. ¡Si vieras qué cosas tan horribles me dice en el silencio de la noche! Y esos pensamientos no son míos; no es mi voluntad quien los forja: vienen yo no sé de dónde: yo los rechazo; pero ellos vuelven: y primero me acosan con quejidos que dicen «¡Pobre padre tuyo!», y luego me hostigan con voces de tentación que murmuran: «Inés..., Inés... ¿Quién sabe?... Aún puedes ser feliz: tu amor es aún posible: espera..., espera..., pobre niña». ¿Comprendes tú nada más horrible —porque esto debe ser el ángel malo— que oír dentro de una misma la voz de Satanás, de él que nada espera, hablando de esperanzas?

Eduardo.

Vuelve en ti, Inés mía.

Inés.

(Acercándose a Eduardo). ¡Tengo remordimientos!

Eduardo.

¿De qué?

Inés.

Yo no sé: yo no he hecho nada malo. ¡Padre mío! ¡Pobre padre mío!

Eduardo.

Ángel de mi vida, ¡Inés de mi alma! Cálmate, cálmate, yo te lo ruego.

Inés.

Mira, Eduardo, quisiera morir.

ESCENA VIII.

Don Lorenzo, Inés, Eduardo.

Don Lorenzo entra por el fondo y se detiene al oír a Inés.

Don Lorenzo.

(Aparte). ¡Morir ha dicho!

Eduardo.

¿Tú morir? No, Inés, eso no; no digas eso.

Inés.

¿Por qué? Si no muero de dolor; si llego a ser dichosa, he de morir de remordimiento.

Don Lorenzo.

(Aparte). ¡De remordimiento! ¡Ella! ¡Si llega a ser dichosa! p. 80¿Qué nueva fatalidad flota en el aire y está pesando sobre mi frente? ¡Remordimiento!... ¡Ya sorprendí al pasar otra palabra más! Cruzo salones y galerías, y voy de una a otra parte, espoleado sin cesar por insufrible angustia, y oigo frases que no comprendo, y fíjanse en mí ojos que dicen algo que no comprendo tampoco, y unos lloran, y otros sonríen, y nadie se me opone, y todos o me huyen o me observan... ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? (En voz alta).

Inés.

(Yendo a él y abrazándole). ¡Padre mío!

Don Lorenzo.

¡Inés! ¡Qué pálida estás! ¿Qué dolorosa contracción hay en tus labios? ¿Por qué finges sonrisas que han de terminar en sollozos?... ¡Qué hermosa en su dolor! ¡Y todo es culpa mía!

Inés.

No, padre.

Don Lorenzo.

¡Qué cruel soy! ¡Ah!, tú lo piensas, aunque no lo dices.

Eduardo.

Es un ángel Inés, y no caben pensamientos rebeldes en ella; pero ¿quién al verla sufrir no ha de pensarlo y no ha de decirlo?

Don Lorenzo.

Nadie: tiene usted razón.

Eduardo.

Pues si yo la tengo, no la tiene usted. (Con energía).

Don Lorenzo.

Yo la tengo también. Hay algo más pálido que la pálida frente de la doncella enamorada; hay algo más triste que las tristes lágrimas de esos divinos ojos: hay algo más cruel que la sonrisa de esos labios, y algo más trágico que la muerte del ser querido.

Eduardo.

¿Y qué otras palideces, y qué otras lágrimas, y qué otras tragedias son esas? (Con violencia y desdén).

Don Lorenzo.

¡Insensato! (Cogiéndole por un brazo). ¡La palidez de la culpa, las lágrimas del remordimiento, la conciencia de la propia infamia!

Eduardo.

¿Y es infamia y remordimiento y culpa hacer la felicidad de Inés?

p. 81

Don Lorenzo.

(Con desesperación). ¡No debía serlo!... ¡Pero lo es! (Pausa). ¡Y ese es mi tormento! ¡Y esa idea es la que ha de volverme loco!

Inés.

¡No, padre mío; no digas eso! Sigue tu camino sin pensar en mí. ¿Qué importa que yo viva o que yo muera?

Don Lorenzo.

¡Inés!

Inés.

Pero no vaciles..., y sobre todo que nadie te vea vacilar: que tu palabra sea clara y persuasiva como lo es ahora: que el enojo no te ciegue... Calma, calma, padre mío. ¡Por Dios te lo pido!

Don Lorenzo.

¿Qué dices?... ¡No comprendo!...

Inés.

¿Acaso sé yo lo que digo?... Adiós... Adiós... No quiero afligirte.

Eduardo.

¡Ay, si escuchara usted a su corazón, si hiciera usted callar a su pensamiento! (A Lorenzo).

Inés.

Déjale... Ven conmigo..., no le hostigues... o harás que te aborrezca. (A Eduardo).

Don Lorenzo.

¡Pobre niña!... ¡También ella lucha, pero también ella vence! ¡Por algo es hija mía! (Con arranque de supremo orgullo. Inés y Eduardo se dirigen al fondo: al pasar por delante de la puerta del gabinete ve Inés a los loqueros y hace un movimiento de horror).

Inés.

¿Qué visión siniestra pasa ante mi vista?... ¡Aquellos hombres!... No, padre, no entres ahí.

Eduardo.

¡Ven..., ven, Inés mía!

Inés.

(A su padre). No..., no... Yo te lo ruego.

Don Lorenzo.

(Dirigiéndose hacia ella). ¡Inés!

Inés.

¡Aquellos hombres! ¡Aquellos!... Mira. (Extendiendo el brazo hacia el gabinete. Don Lorenzo se detiene y mira también: en este instante los loqueros, al oír gritos, asoman por entre los cortinajes la cabeza).

Eduardo.

(Llevándose a Inés). ¡Por fin!...

p. 82ESCENA IX.

Don Lorenzo, Braulio, Benito.

Breve pausa.

Don Lorenzo.

¿Quiénes podrán ser? Pasen ustedes. (Los loqueros entran con cierta timidez: hablan con frases cortadas y secas).

Braulio.

Don Tomás...

Don Lorenzo.

(Aparte). Ya comprendo.

Benito.

Nos dijo que esperásemos ahí...

Don Lorenzo.

Dispensen ustedes: yo no sabía...

Braulio.

No hay de qué.

Don Lorenzo.

(Aparte). Extraño aspecto en verdad. Pero, siéntense ustedes.

Benito.

Gracias.

Braulio.

Estamos bien de cualquier modo.

Don Lorenzo.

No puedo consentir...

Braulio.

Usted se empeña...

Benito.

Si el señor lo manda, mejor se espera así. (Se sientan ambos en el sofá: don Lorenzo queda en pie).

Don Lorenzo.

(Aparte). Algo siniestro se refleja en esas miradas, o es que la mía refleja los relámpagos que cruzan por mi espíritu. (Los observa de nuevo con atención. En voz alta). Inés fue la que al pasar los vio a ustedes y la que me previno...

Braulio.

Sí, una señorita muy bella.

Benito.

Pero muy triste.

Braulio.

Parecía una Dolorosa. (A cada contestación que dan los loqueros, que debe ser, como queda dicho, cortada y seca, guardan silencio, por decirlo así, repentino; permaneciendo rígidos e inmóviles y mirando hacia el frente con cierta vaguedad).

Don Lorenzo.

Se asustó al verlos a ustedes y vino huyendo: no lo p. 83extrañen; la pobre está muy enferma..., y es casi una niña...

Braulio.

(Con cierta sonrisa vaga y como de idiota). Siempre nos sucede lo mismo en las casas.

Don Lorenzo.

(Aparte, con extrañeza). ¡En las casas!

Benito.

(Fijando su vista casi por primera vez en don Lorenzo, y después volviendo a mirar de frente). Será la hija de ese pobre señor, ¿eh?

Don Lorenzo.

¿De quién?

Benito.

(Sin mirarle). Del que está... (Hace un movimiento, llevándose la mano a la frente, pero sin mirar a don Lorenzo. Don Lorenzo hace a la vez otro movimiento de sorpresa que solo el actor puede interpretar debidamente. Como ninguno de los loqueros le mira, no pueden observarlo).

Don Lorenzo.

(Aparte). ¡Ah!... ¡No!... ¡Qué idea! (En voz alta y dominándose). Justo. Inés es la hija de... (Desde este momento Lorenzo los observa con creciente ansiedad).

Benito.

¡Qué hermosa es! Pero ¡qué triste está!

Braulio.

¡Ya! Motivos tiene para estar triste.

Don Lorenzo.

¿Ustedes saben?...

Braulio.

Todo. (Mirando otra vez a don Lorenzo y luego separando la vista).

Don Lorenzo.

¿Don Tomás les ha dicho?...

Benito.

¿A nosotros? No.

Braulio.

Él habló con el doctor.

Benito.

¿A nosotros? ¿Con qué objeto? Nosotros en cumpliendo con nuestra obligación...

Don Lorenzo.

(Aparte). (Siento un sudor frío, como sudor de muerte por todo mi cuerpo. Yo deliro... Nada de esto es verdad). (Repitiendo maquinalmente). Con su obligación...

Braulio.

Nosotros en estando a la mira por si se desmanda...

Don Lorenzo.

Por si se desmanda... ¿Quién?

Braulio.

¡Él!

Don Lorenzo.

(Retrocede unos pasos, mirándolos con terror: se pasa la mano por la frente como para desechar una idea: retrocede más, vacila y se apoya en la mesa. Después habla con voz opaca, muy baja y cortando las palabras). ¿Conque ustedes lo saben todo?

p. 84

Braulio.

Casi todo.

Benito.

Como hace tanto que esperamos, hemos oído las conversaciones de los criados.

Don Lorenzo.

¿Y ellos?...

Braulio.

De pe a pa. Parece que anteanoche tuvo don Lorenzo un ataque. Usted lo sabrá mejor que nosotros.

Don Lorenzo.

Sí. (Con voz cada vez más apagada y más sombría).

Benito.

Dícese que ahogó a una pobre anciana. (Lorenzo hace un movimiento de horror y de nuevo se cubre el rostro con las manos).

Braulio.

¡Vaya con el hombre! ¡Bien empieza! Y claro... Siempre sucede lo mismo... La familia...

Don Lorenzo.

¡La familia! (Separando las manos, dando unos pasos como movido por una sacudida eléctrica, mirándolos con suprema ansiedad y hablando con voz sorda).

Braulio.

¡Pues! La familia..., es natural... Como que dicen que quería regalar toda su fortuna; ¡qué sé yo cuántos millones! ¡Diablo de loco! Nada: lo mejor es lo que han dispuesto: fuera, fuera. Nos lo llevamos y quedan las señoras tranquilas.

Don Lorenzo.

¿A mí?... ¡¡Ellas!!... ¿Ángela?... ¿Inés?... ¡No!... ¡No!... ¡Imposible! (Retrocede de nuevo hacia la izquierda. Solo el talento del actor puede interpretar estos gritos desgarradores).

Braulio.

(Volviéndose hacia don Lorenzo. Aparte). Pero ¿qué tiene este señor? Mira..., mira... (A Benito. Ambos loqueros se incorporan un tanto y se inclinan hacia la izquierda, mirando con curiosidad a don Lorenzo: debe estudiarse con cuidado el grupo que formen dichos personajes).

Don Lorenzo.

¡Aire!... ¡Luz!... No..., ¡luz no! ¡Tinieblas!... ¡No quiero ver!... ¡No quiero pensar! (Cae en el sillón y hunde la cabeza entre las manos).

Benito.

¡Toma!... ¿Si yo creo que es?...

Braulio.

¡Buena la hicimos!

Benito.

¡Quién pensara!...

Braulio.

Volvámonos a nuestro escondite.

p. 85

Benito.

¡Y chitón! No digamos nada. (Se levantan y con mucha precaución y observando a don Lorenzo sin cesar, se dirigen al gabinete).

Braulio.

Claro: ni una palabra. Nos mandaron que ahí; pues ahí. No debimos movernos.

Benito.

Como se oían gritos y llantos... (Llegan a la puerta, se detienen y miran a don Lorenzo, que sigue en la misma actitud. Un criado entra por el fondo, pasa rápidamente y sale por la derecha). Déjale... Déjale... Mientras esté tranquilo... (Entran en el gabinete y cierran la puerta).

ESCENA X.

Don Lorenzo, don Tomás con el Criado por la derecha.

Don Lorenzo.

¡Dios mío! ¡Aparta el cáliz de mis labios!... ¡No puedo más, no puedo más!... ¡Si es que no puedo más! (Solloza con desesperación). ¡Me hiciste creer en ellas, me hiciste amarlas!... ¡Y ellas, las traidoras!... ¡No!... ¡No! ¡Señor, me has dado la vida, quítamela, pronto... pronto!... ¡Mira, Dios mío, que me asalta horrible tentación de arrancar con mis propias manos la podrida vestidura de mi carne! ¡Morir..., quiero morir!... ¿Lo ves?... ¡De rodillas te lo pido!... ¡De rodillas!... ¡Sé bueno!... ¡Sé compasivo!... ¡La muerte!... ¡La muerte!... ¡La muerte a mí, pálida mensajera de tu amor! (Cae de rodillas junto al sillón, y apoyándose en él, dobla la cabeza y oculta el rostro en las manos).

Don Tomás.

(En voz baja al Criado). ¿Vienen ambos?

Criado.

(Lo mismo a Tomás). Sí señor, el escribano y el doctor Bermúdez. (Don Tomás y el Criado se detienen en el centro al reparar en don Lorenzo, que sigue de rodillas y sollozando).

Don Tomás.

¡Infeliz! (Dando un paso hacia don Lorenzo: luego se arrepiente y se dirige al fondo). ¿Para qué? Terminemos pronto. (Salen don Tomás y el Criado).

p. 86ESCENA XI.

Don Lorenzo, después don Tomás y el doctor Bermúdez.

Pausa.

Don Lorenzo.

¡Ya estoy más tranquilo! ¡La herida es mortal! ¡La siento... aquí en el corazón! ¡Gracias, Dios bueno! (Don Tomás y el doctor entran por el fondo y se detienen observando a don Lorenzo).

Don Tomás.

Mírelo usted, allí..., junto al sillón.

Doctor.

¡Desgraciado!

Don Lorenzo.

(Levantándose y aparte). ¡Ah, ser miserable! Todavía..., todavía... acariciando esperanzas imposibles... ¿Imposibles?... ¿Y si ellas creen de buena fe que yo?... ¡Ah, si me amasen, no lo creerían! (Con desesperación. Pausa). Yo le oí a Inés..., a la hija de mi alma..., decir: «¡Remordimientos!» ¿Por qué decía remordimientos? (Con agitación creciente y hablando en voz alta). ¡Todos..., todos... miserables!... Casi se alegrarían de que yo muriese... No..., no moriré hasta cumplir mi obligación de hombre honrado; hasta dar desenlace a mi locura.

Don Tomás.

(Poniéndole una mano en el hombro). Lorenzo.

Don Lorenzo.

(Volviéndose, y al reconocerle retrocediendo con disgusto). ¡Él!

Don Tomás.

Te presento al señor de Bermúdez, uno de mis mejores amigos. (Pausa. Don Lorenzo mira a los dos de un modo extraño).

Doctor.

(A Tomás en voz baja). Vea usted cómo procura dominarse: él tiene conciencia vaga de su situación: no me queda duda.

Don Lorenzo.

Uno de tus mejores amigos..., uno de tus mejores amigos.

Doctor.

(Aparte a Tomás). Se le escapa la idea y se afana por retenerla.

p. 87

Don Lorenzo.

Pues si es uno de tus mejores amigos, de su lealtad me responde la tuya. (Con ironía).

Doctor.

(Aparte a Tomás). Al fin encontró la frase; pero vea usted qué entonación tan poco natural. (En voz alta). Vengo a ser testigo, según me afirma Tomás, de un nobilísimo rasgo.

Don Lorenzo.

Y además de una indigna traición.

Don Tomás.

Lorenzo...

Doctor.

(Aparte a Tomás). Déjele usted decir.

Don Lorenzo.

Y de un ejemplar castigo.

Doctor.

(Aparte a Tomás). Muy grave, amigo don Tomás..., muy grave.

Don Lorenzo.

Avisa a todos... (A Tomás), a todos; a propios y extraños. Que vengan aquí; y que esperen aquí mis órdenes mientras yo cumplo allá mi deber. ¿A qué aguardas?

Doctor.

(Aparte a Tomás). No hay que contradecirle: avise usted. (Tomás toca un timbre, aparece un criado, a quien habla en voz baja y el cual luego sale por la derecha).

Don Lorenzo.

Es la última prueba: casi me inspiran lástima los traidores. ¡Ah!, la seguridad del triunfo me sostiene. Calma, corazón. Ya están..., ya están... No quiero verlas... ¡A mí que tanto las amaba!... No quiero... ¡Y a ellas se tornan mis ojos..., y las buscan..., y las buscan!...

ESCENA XII.

Don Lorenzo, don Tomás, el Doctor. Por la derecha Ángela, Inés, Duquesa y Eduardo.

Don Lorenzo.

¡Inés! ¡No es posible! ¡Ella! ¡No es posible!... ¡Hija mía! (Se precipita con los brazos abiertos hacia ella. Inés corre a su encuentro).

Inés.

¡Padre! (Al ir a abrazarla, se interpone Bermúdez que los separa violentamente).

p. 88

Doctor.

¡Eh!..., vamos..., don Lorenzo, puede usted causar mucho daño a su hija.

Don Lorenzo.

(Cogiéndole por un brazo y sacudiéndole con violencia). ¡Miserable!... ¿Quién eres tú para separarme de ella?

Don Tomás.

¡Lorenzo!

Eduardo.

¡Don Lorenzo!

Ángela.

¡Dios mío! (Las mujeres se agrupan instintivamente. Inés, en los brazos de su madre; la Duquesa, junto a las dos. Tomás y Eduardo acuden a librar a Bermúdez de las manos de don Lorenzo).

Don Lorenzo.

(Dominándose, aparte). ¡Ya!... Pensarán los imbéciles que es un nuevo acceso de locura. ¡De locura! ¡Ja, ja, ja! (Riendo con carcajada contenida. Todos le observan).

Doctor.

(Aparte a Tomás). Evidente.

Ángela.

(Aparte). ¡Ah, mi pobre Lorenzo!

Inés.

(Aparte). ¡Ah, padre mío!

Don Lorenzo.

(Aparte). Ya veréis cómo acaba mi locura. Antes de salir de esta casa con qué placer arrojaré a ese Doctor. ¡Ánimo! La lucha me da fuerzas. ¿Pues qué? ¿No hay más que declarar loco a un hombre porque cumple con su deber? ¡Ah!..., no es posible. La humanidad no es tan ciega o tan infame. ¡Basta ya! ¡Calma! Traición, empieza tú; y empieza tú, castigo. (En voz alta). Ha llegado la hora de que cumpla un deber sagrado, aunque por todo extremo doloroso. Inútil es que ustedes presencien formalidades que la ley exige, y que fueran harto molestas. El representante de la ley allí me espera, y yo, cumpliendo otra ley más alta, voy a despojarme de bienes que no son míos, y de un nombre que en conciencia ni yo puedo llevar, ni puede llevar mi familia. Después vendré aquí, y con mi esposa, y con mi..., con mi hija, sin que nadie me lo pueda impedir, sin que podáis resistirme vosotras, saldré de esta casa que fue para mí pasado de amor y de felicidad; que es p. 89hoy presente de traición y de infamia. Señores (A Tomás y Bermúdez), ustedes me preceden: yo se lo ruego. (Entran todos lentamente en el gabinete de la izquierda. Al salir dirige Lorenzo una última mirada a Inés).

ESCENA XIII.

Ángela, Inés, Duquesa, Eduardo.

Las tres mujeres en primer término. Eduardo, escuchando
en la puerta del gabinete.

Inés.

¡Dios mío, sálvale!

Ángela.

(Abrazando a su hija). Sí, tienes razón. Pensemos solo en él; pidamos solo por él.

Duquesa.

Deber sagrado es en ustedes anteponer a su dicha la de don Lorenzo; pero en todo caso obligación no menos sagrada es conformarse con una más alta voluntad que la nuestra. (Pausa).

Inés.

(A Eduardo). ¿Qué dice?... ¡Por Dios!... ¿Qué dice?

Eduardo.

Está hablando: su frase es fría y severa, pero sin vacilaciones ni ambigüedades. (Eduardo vuelve a la puerta).

Ángela.

¡Qué angustia, qué ansiedad! ¡La muerte es preferible a este suplicio!

Inés.

¿Y qué importa lo que diga mi pobre padre si de antemano está juzgado?

Ángela.

No, hija mía; no digas eso.

Inés.

Sí: lo digo porque yo lo siento; porque yo lo veo en los que son ahora sus jueces.

Ángela.

Pero ¿qué ves?

Inés.

En esa gente, la monomanía del oficio...

Ángela.

¿Y en Tomás?

Inés.

Sus opiniones científicas..., qué sé yo..., sus propias locuras...

Ángela.

¿Pero en mí?...

Inés.

(Abrazándose a ella). ¡El amor que me tienes!

p. 90

Ángela.

¡Calla, Inés, calla!

Inés.

¡Todos contra mi padre! ¡Pobre padre mío!

Duquesa.

Usted delira, Inés.

Inés.

Sí, deliro: como usted y como todos nosotros, ¡menos él..., menos él!... ¡Me lo dice el corazón! Usted misma, señora, lo que desea es la felicidad de Eduardo; y Eduardo, mi amor; y su amor, yo; y mi padre, su virtud, su honradez son obstáculos para todos nosotros, y en todos nosotros se agita algo oscuro que envuelve en sombras nuestras conciencias. ¡Padre mío! ¡Padre mío!

Ángela.

¡Por Dios, Inés, qué ideas!

Inés.

¿Qué dice?... ¿Qué dice? ¡Oigo su voz!

Eduardo.

(Acercándose). Habla de una prueba terminante.

Inés.

¡Ojalá! (A Eduardo). ¿Y ahora?

Eduardo.

Le exigen la presentación de la prueba para que conste en el acta y para su entrega al juez.

Ángela.

¿Y él?...

Eduardo.

Él sonríe con sonrisa de triunfo. Está pálido, muy pálido; pero sereno y digno. Aquí se acerca... (Viene Eduardo al proscenio y dice aparte): (¡Este hombre me da miedo!)

Inés.

(Aparte). ¡Ojalá..., aunque muera mi amor!

Ángela.

(A la Duquesa). ¿Será verdad?

Duquesa.

(A Ángela). ¿Será verdad?

Eduardo.

(Aparte, viendo entrar a don Lorenzo). ¡Ah! ¡Seré yo el insensato!...

p. 91ESCENA XIV.

Ángela, Inés, Duquesa, Eduardo, don Lorenzo,
Doctor, don Tomás.

La situación de los personajes es la siguiente: las tres mujeres, formando un grupo, estrechamente unidas junto al sofá, en el cual se apoyan: Eduardo, detrás del sofá, mirando a don Lorenzo, con temor y como dominado por él: don Lorenzo, avanzando tranquilo y altivo hacia el centro del escenario. Tomás y Bermúdez vienen detrás de él y se detienen a algunos pasos de la puerta.

Don Lorenzo.

(Acercándose a la mesa y poniendo la mano con aire de triunfo sobre el pupitre). Aquí está la prueba... Aquí está la verdad. (Pausa. Abre el pupitre y saca el sobre con el pliego en blanco. Después avanza hacia el proscenio: Tomás y Bermúdez por un lado, Eduardo por otro, se aproximan a él). ¡Desdichados los que imaginaban sacrificarme a su interés o a su pasión! ¡Cuán amargo será el desengaño! ¡Cuán cruel será el castigo! ¡Ojalá pueda mitigarlo mi perdón! (Profundamente conmovido).

Ángela.

(Acercándose). ¡Lorenzo!

Inés.

¡Padre!

Don Lorenzo.

¡Esta es la prueba, Tomás: esta es la prueba, Ángela: esta es la prueba, hija mía! Oíd. (Pausa. Don Lorenzo rompe el sobre. Todos se acercan a él y le rodean). Esta es... ¡Qué es esto! (Separando el papel de sus ojos y pasando por ellos la mano). ¿Qué sombras empañan mis ojos?... ¿Hay lágrimas en ellos y me impiden ver?... ¡No!... Antes lloré... Ahora no estoy llorando. (Vuelve a mirar el papel con horrible ansiedad, lo extiende, lo vuelve, busca por todas partes lo escrito). Pero ¿dónde está lo que escribió aquella mujer?... Si yo lo he leído mil veces... Y ahora no puedo... (A Tomás, mostrándole el papel). ¿Qué dice aquí?... Lee..., lee pronto... Pero ¿qué dice?

Don Tomás.

Nada, pobre Lorenzo.

Don Lorenzo.

¡Nada!... (Mirando otra vez el papel). ¡Me engañas! Bermúdez, p. 92ese me engaña. ¡Es uno de los miserables que han urdido esta infame traición!... Lea usted..., lea usted...

Doctor.

Está en blanco el papel.

Don Lorenzo.

¡No hay nada escrito! ¿Dice usted que no hay nada escrito? No es verdad..., no..., no es verdad. ¡Inés, hija mía, mi único amor, ven, salva a tu padre!... ¿Qué dice aquí?

Inés.

¡Nada veo, padre mío!

Don Lorenzo.

Nada... Tampoco ella... Pero esto ¿no es una prueba?

Don Tomás.

Sí, desdichado amigo..., una prueba... y harto cruel.

Don Lorenzo.

(Dándose una palmada en la frente). ¡Ah, lo comprendo! (Mirando a Tomás y a Ángela). ¡Antes hablaban de una prueba!... ¡Tú!... ¡Y tú! (A Ángela y a Tomás). ¡¡La quitaron de allí!!... ¡¡Jesús!!... ¡¡Jesús!! (Se aparta de ellos con horror: todos se separan de él, que de este modo queda en el centro, pero un poco aislado. El actor interpretará este momento como crea oportuno. Pausa). ¡Sea!... ¡Sea!... ¡Vencido!... ¡Miserablemente vencido! ¡Cómo se gozan en su triunfo! ¡Con qué hipócrita dolor me contemplan! ¡Y fingen que lloran! ¡Todos lo fingen! (Pausa). ¡Ay..., mi corazón! ¡Ay..., ilusiones de la vida!... ¡Ay..., el amor!... ¡Ay..., mi hija!..., ¡mi hija!... ¡Fantasmas que giran y huyen..., huid para siempre!... ¡Y yo creía en todo! ¡Qué azul era el cielo! ¡Qué blanca la frente de Inés!... Y ahora ¡en qué voy a creer! Ya lo veis: no lucho. Cedo: vuestra es la victoria. Aquellos hombres ¿para qué han venido si yo no resisto? Iré a donde queráis. ¡Adiós!... (A Tomás que se le acerca y le coge la mano). ¡No me toques! ¡Cuando la piel humana me roza, me parece que sobre mi carne deslizan víboras! Yo solo..., solo, subiré a mi calvario con la cruz de mis dolores, sin infame cirineo que me ayude. Adiós, amigo leal (Siempre a Tomás), tú que has salvado la fortuna de esta desconsolada familia p. 93de entre las manos de un loco. Adiós, Ángela..., mi tierna esposa... ¡Veinte años hace que te di, loco de amor, el primer beso! ¡Hoy, también loco, te envío el último! (Le envía un beso con un grito de horrible desesperación).

Ángela.

¡Lorenzo!

Don Lorenzo.

¡Pero no te acerques, que pudiera ahogarte entre mis brazos! (Ángela retrocede). Adiós, Inés, hija mía... (Con voz llorosa). Si puedes..., sé feliz... A ti nada te digo... No puedo hablarte con enojo. (Da algunos pasos y se detiene falto de fuerzas: quieren acercarse a él, pero los rechaza). Dejadme: no necesito a nadie. El sudor empapa mi frente, y la sed seca mis labios, y algo que quema mucho me hincha los párpados. (Deteniéndose). Oye..., Inés..., ¡hija mía! ¡Si aún me conservas algún amor; si por ventura sientes compasión hacia tu padre; si te pesa lo que entre todos habéis hecho..., ven por última vez a mis brazos! ¡Que yo lleve a ese infierno de dolor que me aguarda una lágrima de tus ojos en mi frente y un beso de tus labios en mis labios!

Inés.

¡Padre! (Quieren sujetarla, pero se desprende de todos y corre hacia don Lorenzo, que se precipita hacia ella y la oprime frenético contra su pecho).

Don Lorenzo.

¡Hija! (Todos se precipitan hacia ellos, pero sin pretender separarlos todavía).

Inés.

¡No!... Que no te lleven. ¡Yo te amo!... ¡Todos mienten menos tú!

Don Lorenzo.

¿Tú no quieres que me lleven aquellos hombres?

Inés.

No..., no... Defiéndete... ¡Defiéndeme a mí!...

Don Lorenzo.

Sí... Yo te defenderé... Que te arranquen de mis brazos. (Quiere huir con ella, oprimiéndola contra su pecho).

Ángela.

¡Mi hija!... ¡Mi hija!... ¡Socorro! (Eduardo, Tomás y Bermúdez pugnan por separar al padre de la hija).

Don Lorenzo.

¡No la soltaré!... ¡Eternamente contra mi pecho!

Inés.

¡Sí, sí, padre mío! ¡Defiéndeme!

p. 94

Doctor.

Es preciso.

Eduardo.

¡Don Lorenzo!

Don Tomás.

¡Lorenzo!

Duquesa.

¡Dios mío! ¡Va a matarla como mató a Juana!

Ángela.

¡Inés! (Todos estos gritos casi simultáneos: la lucha, rápida: los loqueros salen. Por último, los hombres sujetan a don Lorenzo y las dos mujeres contienen a Inés, arrancando de este modo a viva fuerza a la hija de los brazos del padre).

Eduardo.

¡Al fin!

Inés.

¡Padre! (Tendiendo hacia él los brazos).

Don Lorenzo.

No he podido más, hija..., no he podido más... Aquí sobre mi rostro siento tus lágrimas y tus besos... Ella me amaba..., era inocente... ¡Dios mío, ya lo veo, tú aceptaste mi martirio en aquella noche de lucha y de tentación a cambio de su dicha! ¡No me arrepiento! ¡Hazla dichosa..., muy dichosa!..., ¡y para mí..., para mí solo su cáliz de amargura!...

Inés.

¡Adiós! ¡Yo iré a salvarte!

Don Lorenzo.

¡Qué podrás tú..., hija mía..., si Dios no me salva! (Queda cerca del gabinete entre los loqueros, Eduardo, Tomás y Bermúdez, que le sujetan. Inés, en primer término tendiendo hacia él los brazos).

FIN DEL DRAMA.